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Lugar: La Falda, Córdoba, Argentina

El titular ha superado los 25 años en la actividad periodística, habiendo participado de los medios gráficos de la región, ha sido director de medios radiales y ha hecho televisión, fue corresponsal de La Voz del Interior.

viernes, 23 de enero de 2015

Festejos violentos (*)

Por Alfredo Ferrarassi

El Deán Gregorio Funes sostenía que los relatos de las revoluciones no se debían hacer inmediatamente porque la pasión podía ganarle a la objetividad, pero tampoco demasiado tarde porque se podían perder en el tiempo algunos pormenores y sucesos. Sin estar tratado teóricamente, ya que Fernand Braudel no había aun nacido, estaba planteando, aunque fuera rudimentariamente, el análisis en la media duración, como condición sine aqua non de la objetividad histórica.
Lo que hemos pretendido comparar es que en la historia de La Falda, los festejos que terminan mal no son cosas del presente, sino que también sucedieron hace 50 años y que tuvieron una gravedad que pudo desembocar en una verdadera tragedia.
Pero antes debemos destacar que aun no “teniendo permiso” por parte de los “histotruchex” vernáculos, nos tomamos la licencia, porque la misma nos la dio la UNC, aunque en el “Sultanato de La Faldanic”, el paso por la Casa de Trejo carece de importancia a la hora de auto adjudicarse diplomas y honores avalistas en la disciplina.
Evidentemente el disparador de esta nota son los sucesos de dominio público y sobre los cuales no emitiremos opinión dado que entendemos, al ser un tema judiciable, debe ser ese poder el que se expida con la ecuanimidad e imparcialidad que suponemos debe guardar.
Nos remitimos a lo sucedido cincuenta años detrás, porque como se atribuye al Rey Salomón, “no hay nada nuevo bajo el sol” (Eclesiastés, 1.9) y esto de que existan “corsi e ricorsi” (Giambattista Vico) nos descorren el velo, ese que para Madama Helena P. Blavatsky debía perder Isis para poder comprenderse todo lo oculto detrás de lo evidente.
Lo cierto es que desde aquel incidente que abordaremos en La Falda no se celebraron más los populares festejos y se perdió para siempre lo que hasta aquella noche aciaga era un suceso sano que comenzaba con disfraces, serpentinas y concluía con el uso de agua en el final de la noche.
Antes, veamos, algo de la historia de los festejos del carnaval. Se habla que para el 1600 ya se realizaban los mismos, los que eran una mixtura entre la tradición española y los bailes de los esclavos negros llenos de ritmo. Lo cierto es que los primeros festejos eran en locales cerrados de Buenos Aires allá por 1771 y si hacemos el ejercicio de imaginar la ciudad de aquellos años, esos sitios debían ser de dimensiones pequeñas, porque la concurrencia se debía limitar a un sector determinado de la sociedad y no precisamente a la parte “sana” de la misma, como se decía en la época.
Será con la llegada del demagogo populista Juan Manuel de Rosas cuando se haga el uso político de estas fiestas, así el primero de los registrados con tales características es un 25 de mayo de 1836 en donde el candombe será la estrella de la festividad. No podemos soslayar que el ritmo de los tambores, el desfile endemoniado bailando a compás de aquellos le otorgaba un efecto casi “mágico” que acompañaba a los participantes en su trayecto, el cual pasaba frente al “palco” donde estaba el “señorito” Don Juan Manuel y su hija Manuelita tomando mates cebados por una sirvienta de color.
Se deberá esperar hasta 1858 para encontrar la primera comparsa y la aparición, al menos pública, de juegos con agua y en 1869 tendremos el primer corso con máscaras y algunos rudimentarios lanza perfumes.
De allí en más los festejos se instalan en la sociedad y tienen un arraigo marcado en todas las clases sociales, ya que los bailes se realizan en salones de lujo o en los suburbios de las urbes y pueblos argentinos.
Sostenemos esto porque documentalmente sabemos que por ejemplo en el Edén Hotel se celebran los famosos bailes de carnaval y que fue en sus salones donde Raúl Barón Biza, un transgresor empedernido, se presentó al mismo “disfrazado de baño”, esto es con una toalla atada a la cintura, un arnés sostenía encima de su cabeza una flor de ducha y en la espalda una tabla de inodoro, en una mano un vaso con su cepillo de dientes y en otra un pan de jabón.
Decir que el escandalo fue mayor es poco, ¿pero quién le ponía cascabel al gato, tratándose de un multimillonario de mano suelta? Seguramente nadie, al grado que a partir de esta acción, sostienen algunos, empezó a usarse e imponerse la frase “fiestas de disfraces y mamarracho”, siendo éste último lo que incluía a quienes siguiendo a nuestro vecino excéntrico se animaban a romper los moldes establecidos.
Con los años y esto lo podemos observar en viejas fotografías la Avenida Edén, se realizaban los corsos de La Falda, en donde en la segunda cuadra, esquina Paraná/San Lorenzo se levantaba un portal de considerables dimensiones que adornado con apliques temáticos engalanaban el inicio de un circuito de lujo.
En efecto, la calle que era doble mano permitía el desfile de vehículos y que de auto a auto se arrojaran serpentinas y aromáticos líquidos que los citados lanza perfumes traían. Estos eran de plomo y queda inutilizado después de su uso, señalar que su precio era elevado, es casi una obviedad, por lo que sí reunimos, desde los disfraces de las niñas casamenteras de la sociedad porteña y santafesina, a los elementos que se usaban, más el accesible papel picado multicolor y redondo, tendremos claro que era una celebración con marcado status social. Las confiterías repletas, con los comensales festejando el paso de los autos y carrozas, nos dibujan el nivel de los eventos y por sobre todo que la necesidad de esparcimiento, era como hoy, una cuestión inherente a la vida misma más allá de la clase de pertenencia.
Tal era el uso de los elementos señalados que llegaban momentos en que se volvía casi imposible el transito que era, claro está, a paso de hombre para que se pudiera producir. Lo cual pinta el éxito de los mismos, siendo los corsos de La Falda, tan famosos como los de San Vicente, salvando las distancias geográficas y de clase que había.
Con los años las costumbres fueron cambiando, como el nivel de los veraneantes en ésta. Hubo años que no se hicieron y otros en los que fueron más modesto, así llegamos a la década de sesenta que es donde se sitúa la historia de esta nota.
Por 1964 ante las quejas que los juegos con las famosas bombas de agua creaban inconvenientes a quienes iban a trabajar en los negocios u oficinas, se estableció casi informalmente, pero con “fuerza de ley” que a las doce de la noche, la hora donde la cenicienta perdió el zapato, se liberaba el juego con agua, ya sea con pomos, “bombuchas” o baldes, y el no mojarse o enojarse por ello estaba literalmente prohibido.
En la tercera cuadra de la avenida se centraban los festejos, recordemos que por aquellos años la cuarta cuadra era prácticamente dominada por baldíos de grandes dimensiones. Entonces desde la azoteas comenzaba una guerra entre vereda y vereda, en la que quienes estaban en lo alto de un hotel que llevaba el nombre de la arteria, llevaban las de ganar ya que era imposible alcanzar con una bombita de agua semejante altura y más aún precisión en el envío.
Luego, cuando todos estábamos empapados, se bajaba a la calle misma la lucha entre bandos de vecinos y amigos y cuando las “municiones” se acababan todo terminaba en “santas pascuas”, esperando la batalla del día siguiente.
Esto se repitió un par de años sin ningún incidente, ya que nadie a sabiendas de lo sucedía circulaba por la Avenida si no estaba dispuesto a participar del juego, ya fuera transeúnte o un automóvil.
Allá por el 66 una noche en plena contienda, un desprevenido turista con un Peugeot 404 blanco transitaba desconociendo la “regla vigente” y cuando se le pidió que se sumara a los festejos, esto era tocando la bocina y prendiendo las luces o aceptando algún baldazo de agua al parabrisas, el mismo aceleró unos metros encarando a quienes jugaban, entonces el auto quedó rodeado por quienes festejaban y lo movieron hacia arriba y debajo desde los paragolpes, de repente el propietario del mismo se bajó arma en mano, una imponente 11.25 (aquí 45) y disparó sobre Avenida arriba marcando el asfalto unos metros después de esquina de Rivadavia, lo que habla a las claras del estado al que habían llegado las cosas.
Todo se suspendió interviniendo la policía. Al día siguiente se supo que era un militar, que después se presentó en la sede de la entonces Subcomisaria a denunciar el hecho. El mismo argumentó, tal vez con razón viéndolo a la distancia, que pensó era una patota que quería asaltarlo y defendió a su familia como un “hombre de armas” lo haría, a los tiros limpios.
Allí terminaron aquellos festejos, aquellas “guerras” con agua, en las que por algún tiempo, como en la Fiesta de San Juan, todos compartían su bombita, su pomo y balde. Pasaron demasiados años y aquel suceso quedó en la memoria de los vecinos más viejos o de los historiadores, como es en este caso puntual, hoy un suceso diferente fue el disparador del recuerdo de aquellas jornadas.
Lo que debe llamarnos a la reflexión es que a veces se pierden sanas costumbres, porque sucesos tangenciales a aquellas, terminan empañando la tradición, la cual lustros después algunos rememorarán con un dejo de nostalgia y sin la pasión del momento, aquella a la cual temía, en cuando a la objetividad, nuestro Deán Gregorio Funes.

(*) Prohibida sin la autorización del autor la reproducción y cita, aun mencionando el origen




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