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Lugar: La Falda, Córdoba, Argentina

El titular ha superado los 25 años en la actividad periodística, habiendo participado de los medios gráficos de la región, ha sido director de medios radiales y ha hecho televisión, fue corresponsal de La Voz del Interior.

viernes, 5 de septiembre de 2014

El escabroso tema de la inidentificable identidad

Por Alberto E. Moro


Nada seríamos sin la presencia de los otros, sin reflejarnos en los demás.
No existe el “yo” sin el “otro”



Todos los políticos, derecho-humanistas, aficionados y “opinators” de todo pelaje, se llenan últimamente la boca hablando de la famosa “identidad” en relación con cualquier tema, pretendiendo demostrar así su sensibilidad social. Pero nunca se plantean en profundidad las relaciones de esa palabra con la cultura en sentido antropológico. Digo esto, porque ya no se puede hablar del concepto vulgar de cultura, esa que la gente podía adquirir leyendo o cultivando su inteligencia en cualquiera de las formas del arte, porque inmediatamente el que lo haga sería tildado de elitista. Ya sabemos que hoy no hay diferencias, somos todos iguales, “lo mismo un burro que un gran profesor” (Cambalache), aunque algunos sean más iguales que otros, sobre todo en el campo político.
Está la identidad básica del DNI, a la que todos tenemos derecho, y que en cada uno se construye diferente –me atrevo a decir contrariando a Discépolo- de manera tal que lo convierte en un ser único e irrepetible del cual nunca podrá haber una copia fiel, ni siquiera por clonación. Y está la otra identidad, la identidad colectiva, que es más que nada un concepto pues se refiere a grupos humanos compuestos por individuos que si bien tienen algunas cosas en común son, como hemos dicho, todos diferentes, lo que hace que sea muy difícil definirla con precisión. Tanto más ahora que las características culturales se contagian con rapidez, por la facilidad de los viajes y los intercambios en las redes sociales planetarias que cabalgan velozmente sobre las nuevas y extraordinarias tecnologías desarrolladas por el colectivo humano.
Ya no hay, como en el pasado, grandes grupos o poblaciones inmóviles en sus lugares de origen, aislados por los obstáculos geográficos, los idiomas y dialectos, y los exacerbados nacionalismos que favorecían el control político que siempre han buscado los gobiernos de la Tierra. Ahora, la cosa se les está escapando de las manos a favor de la fluidez visual y auditiva horizontal entre los distintos pueblos, que les permite comunicarse y saber en tiempo real que está sucediendo en cualquier región, incluyendo a las más remotas, e incluso viajar para verlo con sus propios ojos.
Por todo ello, la diversidad cultural es cada vez más grande e imbricada que en el pasado, en todos y cada uno de los países; especialmente en los que han alcanzado un grado avanzado en sus procesos colectivos de civilización. Todo esto genera una notoria efervescencia social muy contagiosa aún en pueblos donde la educación, y junto a ella los demás derechos humanos, son tristemente deficitarios o aún inexistentes, pero existe la TV, y la gente ve y sabe instantáneamente lo que está sucediendo. Y para cambiar las cosas unos saben cómo pero no logran domesticar a los políticos corruptos; y otros, ni registrados al nacer e indocumentados, ni siquiera pueden pensar en ello pues ocupan todo su tiempo en ver de qué manera logran comer, defenderse y sobrevivir sin tiempo para plantearse cuál es su identidad. Y estos últimos son miles de millones de personas.
Cada vez se les hace más difícil a los políticos venales, dictadores o con aspiraciones de serlo (Perón, las dictaduras militares, “la reina” Cristina, entre nosotros), controlar al pueblo como si fuera una masa uniforme a la que denominan “la gente”. Por eso se desvivieron y se desviven por anular a las personas y a los medios de comunicación que no les hacen el juego, encarcelando a los primeros y silenciando o atacando a los segundos. Esa pretensión uniformadora, aberrante y desconocedora de lo sociológico, es lo que ha permitido recientemente la absurda, avasallante y ridícula creación en la Argentina de una Secretaría de Coordinación Estratégica del Pensamiento Nacional, por un mal intencionado capricho presidencial, poniéndola en manos de un adocenado y obsecuente pseudo-filósofo, que no es tal desde el momento que condiciona su labor a los condicionamientos de una líder omnisciente con pretensiones faraónicas.
Los dirigentes políticos que se creen encumbrados para siempre por designio de los dioses del Olimpo para reivindicarlos, y que siempre tienen en su fuero íntimo la pretensión de entrar al Parnaso de los Héroes, se desviven por lograr el “pensamiento único”, que paradójicamente es lo “único” que jamás van a lograr por más propaganda que hagan y más artilugios que empleen. Ese comportamiento no forma parte del acervo de la especie, por más gregaria que sea. Y cuando parece que lo logran, es sólo por el miedo o, si se prefiere, por la cobardía de los pueblos sojuzgados o idiotizados con las falsas promesas, el fútbol para todos y la propaganda incesante y falaz.
Podemos recordar los ingentes esfuerzos y los debates que se produjeron cuando el último gobierno de facto, en sus primeras etapas, buscaba desesperadamente desentrañar “el Ser Nacional”, ese pensamiento acerca de sí mismos que presuponen, deben tener los pueblos, y a través de cuyo conocimiento se los puede manipular mejor. En la misma línea está sin duda la Secretaría de la que hablábamos, destinada a corregir –y esto es una mala noticia para ellos- la incorregible diversidad que nos caracteriza. No otra cosa es también la vergonzosa actuación de los políticos actuales, retroalimentada por las encuestas; que toman decisiones sin recurrir a su propio criterio de racionalidad, función para la que fueron electos, sino siguiendo lo que les gustaría a las mayorías masificadas, con los resultados que están a la vista. Los mismos del viejo chiste: un camello es el resultado de un caballo dibujado por una multitud. Resultados siempre deformes e inexactos, sin perspectivas ni profundidad.
Lo cierto es que no existe tal cosa, una identidad nacional aplicable a todos los habitantes por igual, y hoy menos que nunca. Sí, hay rasgos culturales tales como ser parte de una historia, de un lugar, de una familia, de una comunidad determinada, o de sistemas heredados de creencias, leyes, costumbres y, siempre infaltables, la presencia de símbolos a través de los cuales nos comunicamos y que a su vez nos identifican. Nada que ver esto con el anhelo despótico de la uniformidad de pensamiento.
Lo que hace el Equipo Argentino de Antropología Forense, materia que este escriba ha cursado con el entonces Director del mismo en la UNC, es rescatar la identidad biológica de personas que han sido asesinadas sin tomar ese resguardo, algo que es muy distinto a la siempre extraordinaria complejidad de la identidad psico-social de las personas, solo conjeturable si es imaginada por otros y nunca completamente ajustada a la real e inclasificable personalidad individual de la que, como ya hemos dicho, no hay dos iguales.
En otras palabras, una cosa es la identidad biológica, y otra el parentesco. La primera la da la sangre, la segunda es el resultado de la convivencia. En línea con este pensamiento, un joven ha expresado en las redes sociales de este modo lo que siente ante el publicitado encuentro de un nieto “desaparecido”: “Yo me pongo en el lugar de un desaparecido o un adoptado. A mis 34 años, con mi vida hecha y haber crecido bien, en ningún momento me darían ganas de buscar a mi familia de origen. Mi familia es la que me crió y educó, el resto serían extraños. No perdería mi tiempo en eso” (1). Esta es una apreciación personal válida, pero la mente humana es muy compleja, y no pocas veces el sentimiento va en contra de la razón. Se habla mucho del derecho a la identidad del jux sanguinis (2), pero hoy mismo están naciendo muchos niños por fertilización asistida o por vientres alquilados, que nunca sabrán, si es que les importa conocerlo, ese aspecto que se relaciona con sus padres biológicos pero no con sus padres “del corazón”. En lo que no habría que caer es en el sensacionalismo periodístico, o en la utilización de esos dramas humanos por parte de los políticos inescrupulosos que –como sabemos- hoy son legión.
De lo que se trata, en los conflictivos tiempos que vivimos, es de aceptar la diversidad, ya que la uniformidad no es posible. De aceptar y respetar al otro resolviendo los problemas mediante el diálogo. En un intercambio de ideas celebrado hace muy poco en Teatro Colón con el director argentino Barenboim, creador de la West-Eastern Divan Orchestra (Integrada por palestinos e israelíes), Felipe González, uno de los artífices de la República Española post-dictadura franquista y ex Presidente de su país, acaba de afirmar, acerca del conflicto palestino-israelí que “Se viven las identidades como excluyentes, y esto es un error. La pregunta es cómo superar el error y recuperar la esperanza.” (3)
Lo que somos individualmente, es una construcción personal que hacemos con lo que traemos genéticamente e ignoramos, y con las circunstancias con las que nos encontramos en el devenir de nuestra propia vida. Nada seríamos sin la presencia de los otros, sin reflejarnos en los demás. De allí el imaginativo drama del náufrago solitario en una isla, frecuente en el cine y la literatura, y la utilización como castigo que suelen infligirse los humanos, cuando colocan a alguien incomunicado en una celda solitaria como venganza de la sociedad, por las razones que fueren. Aislados, perdemos la identidad.
Nada seríamos, reitero, sin la presencia de los otros. No existe un “yo” sin el “otro”. Todos nosotros, y también las generaciones futuras, estamos obligados a convivir en nuestro planeta azul que viaja por el espacio sin llegar a ninguna parte, hasta que un cataclismo o una bomba nos destruya. Tratemos de ser amigables con el prójimo, en el entorno cercano, y también en el orden mundial. No hay otra salida ni escapatoria, ésa es la única posibilidad de alcanzar la Paz.
1) La Nación, 11/8/14. En la Red. Nieto de Carlotto recuperado. Facebook. Pág. 20.
2) El yugo de la sangre, como se lo denominas jurídicamente en latín.
3) LN, 11/8/14. Barenboim y Felipe González por la paz. Pág 3.


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