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Lugar: La Falda, Córdoba, Argentina

El titular ha superado los 25 años en la actividad periodística, habiendo participado de los medios gráficos de la región, ha sido director de medios radiales y ha hecho televisión, fue corresponsal de La Voz del Interior.

jueves, 8 de noviembre de 2012

El Amor… ¿Qué es eso?

Por Alberto E. Moro

En las puertas de la vida / los amores y dolores / en las almas y en las voces /
son dos fieras escondidas / que indomables y feroces / se ensañan en el goce /
mientras lamen sus heridas.
A.M. (X/2012)


El amor es un tema tan multifacético y a la vez tan desconocido pese a las cataratas de tinta que se han vertido para explicarlo, que sabemos a priori que nada o muy poco podremos aportar escribiendo sobre él. Sin embargo, haremos el intento sin caer en lo habitual de su glorificación irreflexiva y generalizadora de esa palabra, que tan bien esconde la turbación, los sufrimientos y las innumerables tragedias que provoca.
La omnipresencia de la palabra AMOR es llamativamente abarcadora. Se la utiliza para los íconos (amor a Dios), para ordenar la sociedad (amor al prójimo), para sublimar la atracción sexual (amor eterno), y hasta para ir a la guerra (el amor a la patria), pero al parecer nadie parece detenerse a caracterizar ese algo tan complejo, intangible y desconcertante.
Se trata de lo que en Ciencias Sociales llamamos la Doxa, y que se define como “el bagaje de conocimientos de apropiación masiva que permite comprender el mundo a partir de la interpretación, sin necesidad de entender en profundidad y explicar lo comprendido”. Lo contrario de la Doxa sería el Episteme, es decir “lo que se sabe y se estudia en profundidad sobre el saber especializado y los mecanismos mediante los cuales se lo obtiene”. No se trata de una valoración. Ninguna de las dos variantes analíticas es mejor o peor, más o menos importante; son solo observaciones que se hacen para el análisis del discurso social. Y sucede que ni la una ni la otra forma de circulación del conocimiento puede dar una explicación definitiva sobre el amor y sus incógnitas
Sin embargo, todo el mundo “sabe” qué es el amor. Es una palabra que los humanos modernos vienen escuchando en todos los idiomas desde el mismo momento en que nacen. Muy pocos se cuestionan algo sobre el amor, o se hacen preguntas al respecto. Se da por sentado el conocimiento de LO QUE ES, sin advertir la complejidad de un sentimiento que todo lo galvaniza, y que en sus manifestaciones más fervorosas puede llevar a las personas tanto al éxtasis sublime, como al más horrendo crimen pasional. Y que frecuentemente es algo cuya existencia se verbaliza y se da por hecha en cualquier tipo de relación sin que esté presente en absoluto, las más de las veces reemplazado por el egoísmo, la mezquindad, el interés, o lisa y llanamente el odio. A menudo, en las relaciones interpersonales, y en nombre del amor, se producen sumisiones inaceptables, vejaciones físicas, y avasallamientos psicológicos que permanecen ocultos e impunes bajo la pantalla protectora de esa gran palabra de cuatro letras implícita e hipócritamente declamada.
Podríamos decir que en el discurso verbal, el amor es una palabra abusada en el sentido de que se la usa indistintamente para infinidad de situaciones y estados de ánimo con escasa similitud en su entidad, en su intensidad y aún en su significado.
Hablamos de amor filial, paternal, fraternal, maternal, pasional, marital, sexual, así como de amor al pueblo, a Dios, a la Virgen, a los animales, a los perros, a los delfines (¿por qué no a las vacas y a los pollos?), a Alá, a los Ayatollah, a la Argentina, a la camiseta, a las ciudades (I’love new York), y a los “amados líderes” políticos (Mao Tse Tung, Kim-il-Yong, el “Papacito” Stalin, y tantos otros de personalidad cortada con la misma tijera que, cercanos o lejanos, todos conocemos o hemos padecido).
En la niñez y en la adolescencia no está muy claro que significa esa palabra que tanto se escucha. El amor paternal es para el niño desvalido una dependencia aseguradora ante las contingencias de la vida. En la infancia, el amor recíproco con los padres es el único puerto seguro. En la adolescencia, y dando por descontado el amor a los padres, se presenta el dilema con los de afuera. Tampoco está asegurado el amor a los hermanos, los tíos o los abuelos. Y cuando se trata de un desconocido del sexo opuesto físico o psicológico, en la mente juvenil no está nada claro acerca de cuando es lo que se conoce como amor verdadero y cuando es la imperiosa pulsión sexual que les acomete. Suele ser un dilema que se dilucida con el tiempo.
Tampoco está claro que se quiere decir cuando se habla de amor a Dios, pues no se puede amar a lo desconocido, por más que se pretenda inculcarlo. Lo mismo en lo que se refiere al amor a la patria, la bandera, a un símbolo partidario. En estos casos, más bien se trata del respeto o la identificación relacionada con la propia identidad del sujeto.
Y en cuanto al amor a un líder político o a un partido, cosa que siempre se pretende generar a través de una obsecuente propaganda mediática, autoritaria y excluyente, no suele ser en el fondo más que temor. Temor a contrariar las supuestas “verdades” del régimen, temor a ser descubierto en la disidencia, temor a ser castigado… y hasta asesinado.
Nos queda el amor al dios o los profetas de los fundamentalistas religiosos: ¿amor, fanatismo, o utilización de un símbolo con fines personales inconfesables?
Del autóctono amor a la camiseta de los argentinos, no nos ocuparemos por ahora. Se puede escribir un tratado de psico-sociología al respecto…
Lo que la mayoría de la gente llama amor, en su acepción relacionada con la pareja, no es otra cosa que un imperioso llamado del subconsciente, un atavismo que viene de la noche de los tiempos, más cercano a la pasión que al afecto. Y sabemos que las pasiones son efímeras por naturaleza. Es el designio básico genético, común a muchas otras especies tan zoológicas como la nuestra, y es lo que determina en gran parte el extraordinario éxito biológico de la especie humana en su instalación territorial. Bajo la forma prestigiosa de un “sentimiento” que todo lo justifica, es la “trampa” biológica (o recurso, si se prefiere), que necesita la especie para propagarse. A diferencia de la mayoría de los mamíferos, la especie humana no tiene época “de celo”; al haber descubierto la forma de escapar a los rigores climáticos, la libido funciona todo el tiempo.
Entre los seres humanos es básica y esencialmente el estado emocional por el cual dos seres humanos de diferente sexo físico o psicológico, entran en sintonía, instalándose una atracción poco menos que irrefrenable. Es el estado de ánimo en el que la confianza hace que una mujer contenida, después de ser cortejada, se entregue a un hombre ansioso y nada contenido. ¿O eso era antes?... En este contexto, el coito es la suprema fusión entre dos cuerpos y dos almas con el portentoso potencial de engendrar una nueva vida. Acontecimiento realmente fascinante, si los hay. Desprovisto de estos condimentos sustanciales, no pasa de ser una ejercitación amistosa y placentera apta para descargar las pulsiones inmanentes a la naturaleza humana que –dicho sea de paso- compartimos con todos los mamíferos. Por otra parte, en el plano antropológico, hoy está claro que la monogamia “para siempre” fue una creación cultural, y siempre hubo poliandria y poligamia explícitas, ocultas o larvadas.
El amor pasional es sinónimo de dolor. Estas aparentemente contrapuestas representaciones están, no pocas veces, íntimamente asociadas, como tan bien lo han expresado en todos los tiempos la literatura, el cine, la música, y la poesía en especial. El verdadero amor de una pareja humana, en la modesta opinión de quien esto escribe, después del “flechazo” inicial se transforma. Está o debiera estar desprovisto de pasión, no hace padecer, que eso significa la palabra, y se basa en el afecto tranquilo y en la confianza consolidada a través del mutuo conocimiento, el tiempo y las experiencias compartidas. Pero no todos alcanzan ese climax, desgraciadamente.
En la mayor parte de los casos, el amor cuasi perfecto, total y absolutamente desinteresado, es el de los padres hacia sus hijos, y no a la inversa, pues muy raramente el afecto de éstos alcanzará la misma intensidad, desprendimiento y sacrificio.
La palabra amor es explotada por casi todos los credos religiosos, que pretenden inculcarlo direccionalmente con el adoctrinamiento desde la más tierna infancia, sin lograrlo más que en apariencia, en unos casos más que en otros. Les es más fácil inculcar el temor de Dios, que el amor a Dios. No puede amarse profundamente lo que es intangible, lo que no se conoce. Solo se puede declamarlo y hasta creerlo. Casi todas las religiones conocidas incluyen ambiciosas recomendaciones destinadas a controlar el salvajismo ancestral subyacente en la persona humana, pero el denominado amor a Dios, no debe ser confundido con el fanatismo dogmático que acompaña a la pereza intelectual o a la ignorancia de los primitivos.
El amor al prójimo es un deseo tan loable como inalcanzable. Pero debe ser un desideratum en el que debe insistirse, quizás reemplazando la palabra amor por la de respeto y consideración a la persona humana.
En definitiva y simplificando bastante acerca de algo que es infinitamente complejo, podríamos concluir diciendo que el amor, esa quinta esencia de la espiritualidad que por momentos se torna avasallante, surge sutilmente elaborado de las abismales profundidades de nuestro cerebro, para convertirse a veces en un corcel desbocado capaz de acelerar peligrosamente el ritmo de nuestro trajinado corazón.



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