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Lugar: La Falda, Córdoba, Argentina

El titular ha superado los 25 años en la actividad periodística, habiendo participado de los medios gráficos de la región, ha sido director de medios radiales y ha hecho televisión, fue corresponsal de La Voz del Interior.

jueves, 22 de abril de 2010

La fragua de Vulcano

Por Alberto E. Moro
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La efímera existencia humana es sorprendida a menudo por estos cataclismos cuando ya han sido olvidados los que los precedieron quizás en el mismo lugar.
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A causa de las frecuentes erupciones del Etna y el Vesubio, los antiguos romanos, como siempre hacen los hombres, habían construido historias con las que intentaban explicar lo que para ellos era inexplicable: las calamidades desastrosas, ingobernables y periódicas que la naturaleza siempre impone a los seres vivos del planeta. Según la mitología, en las profundidades del Mediterráneo debajo de ciertas islas el dios Vulcano, hijo de Júpiter y Juno tenía su gigantesca fragua, donde fabricaba las espadas y las armaduras para los héroes y los dioses. También extraería de allí seguramente el fuego necesario para calmar las ansias de su mujer, nada menos que Venus. Él era el responsable –a alguien hay que echarle la culpa- de las erupciones, los temblores, la lava y las cenizas que en el momento menos pensado llevaban fuego y destrucción a poblaciones indefensas, como sucedió con las emblemáticas Pompeya y Herculano, pero también por doquier en el mundo entero, con toda certeza aún antes de lo que se guarda memoria, aún antes de la aparición de nuestra especie, como veremos.
Todo esto viene a cuento, porque en el momento en que este ensayo se escribe reina el caos en Europa a causa de la erupción de un volcán en Islandia, país edificado trabajosamente sobre una isla volcánica por antonomasia y que no obstante ha logrado construir una de las sociedades de bienestar más sólidas del mundo. Cercano al círculo polar ártico, pero por lo visto no tan alejado como para impedir que las cenizas de uno de sus volcanes, impulsadas por los vientos, cubrieran casi totalmente a Europa, provocando un enorme caos en los vuelos aéro-comerciales del viejo continente, virtual centro del mundo al que llegan y desde donde parten cotidianamente miles de aeronaves hacia todos los rincones del planeta.
El volcán en cuestión se llama EYJAFJALLAJOKULL. ¡Y yo que durante una estada en México D.F. estaba orgulloso de haber podido pronunciar correctamente el nombre del majestuoso volcán que se divisa desde la ciudad! ¡POPOCATÉPTL! Esta vez me doy por vencido… ¡nunca podré hacerlo!
Me he permitido un parrafito de humor, aunque no desconozco la magnitud de los inconvenientes personales, las pérdidas económicas, y la incertidumbre en relación con la duración del flagelo, que ha paralizado los aeropuertos de 20 países, afectando a tantos millones de seres humanos. No es un fenómeno nuevo para la Argentina que ha soportado no hace mucho las consecuencias de dos erupciones de similares características sucedidas en Chile. Si bien las zonas afectadas fueron mucho menos pobladas que Europa, las cenizas del Llaima y pocos meses después del Chaitén, cubrieron en el año 2008 gran parte de las provincias de Neuquén y Chubut, llegando incluso hasta Buenos Aires y parte de Uruguay, con las repercusiones sanitarias y climáticas que eran de esperar.
Porque no siempre o casi nunca, las cenizas volcánicas son inocuas para los ojos, las gargantas, los pulmones y la piel de los seres humanos, ni para los cultivos y el ganado del que éstos se alimentan. En el caso mencionado, debió ser evacuada casi totalmente la población de Esquel. Por otra parte las cenizas volcánicas sustentadas en los gases y el vapor expulsados al ambiente, tienen en suspensión microscópicos fragmentos de sustancias sólidas como hierro, magnesio y sílice y otros derivados de la lava, que no es otra cosa que roca fundida, peligrosísimos para el funcionamiento de motores y turbinas a los que pueden paralizar bruscamente. En la misma Islandia, se recuerdan las fantásticas erupciones del Laki en el año 1783, que destruyeron las praderas matando a todo el ganado y provocando una hambruna que costó la vida a 10.000 personas.
Tanto los terremotos como los volcanes, están relacionados con los movimientos de las placas tectónicas, es decir con las modificaciones de una corteza terrestre que va, en cierto modo, replegándose sobre sí misma cada vez más a través de sus propios desgarramientos y fisuras. Todo esto en un tiempo afortunadamente muy lento, lentísimo desde la óptica de la efímera existencia humana, sorprendida a menudo por estos cataclismos cuando ya han sido olvidados los que los precedieron quizás en el mismo lugar. Es conocida la resistencia a mudar su lugar de residencia por parte de las personas que viven en las zonas de riesgo, que son miles a lo largo y a lo ancho de la Tierra. Argentina tiene alrededor de cuarenta volcanes activos, dormidos o extintos, entre lo cuales unos pocos son muy conocidos, como el Tupungato, el Copahué, el Lanín, el Ojos del Salado, y el Llullaillaco.
Hay un tiempo, entre la adolescencia y la adultez, en el que los seres humanos nos interesamos por las asociaciones y los conocimientos que nos ofrece la ciencia para explicar los insondables misterios de la vida, con lo que llegamos a conclusiones a veces absurdas, pero útiles para entender un poco más la fenomenología que nos desconcierta y encandila al mismo tiempo. De esas ya lejanas épocas de perplejidad, extraigo un tosco símil que me pareció útil entonces –y quizás aún lo sea- para entender el tema de los terremotos y los volcanes. Pasó por mi mente entonces la idea de que una naranja puesta a secar al sol día tras día pasaría en muy breve tiempo por similares procesos a lo de un planeta como la tierra expuesto a una evolución geológica de miles de millones de años. El magma incandescente que contiene la Tierra en su interior podría asimilarse a la pulpa de la naranja, y la cáscara de la fruta a la corteza terrestre. La acción del sol no tardará en desecar la cáscara cada vez más, hasta que se produzcan fracturas y pequeños cortes en su superficie, por los que manará intermitente el jugo macerado y densificado en su interior, asimilable a la lava que descargan los volcanes. Inevitablemente, llegará un momento en que la desecación de la naranja será total y solo quedará una costra dura y rugosa, remanente final de lo que antes fue la turgencia de su piel.
En el proceso de desecación hídrico de la fruta, hay algo similar a lo que fatalmente sucederá con el proceso ígneo que aún perdura en el interior del planeta y que esporádicamente se manifiesta con los terremotos y la erupción de los volcanes. Alguna vez en la noche de los tiempos, lo que hoy es la Tierra era tan solo un ínfimo fragmento de la gran explosión original, el aún inexplicado Big-Bang: una insignificante bola de fuego que surcaba el espacio hasta quedar atrapada en el campo gravitacional de una estrella a la que llamamos Sol. Y que a lo largo de miles de millones de años se fue enfriando gradualmente hasta permitir la existencia de agua estancada y la aparición de esa maravilla que es la vida bajo todas sus formas. Pero bajo la superficie, por debajo de la corteza terrestre y del llamado “manto”, alienta un fuego poderoso que, como todos los fuegos, emite gases, humo y cenizas por sus chimeneas, como se llama también a los conductos de los volcanes. Cuando esa masa ígnea desaparezca, la Tierra será un planeta helado, sin lugar para la vida. La existencia de un futuro, como concepción intelectual o misteriosa aspiración espiritual, también depende de que siga en actividad “La Fragua de Vulcano”.

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