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Lugar: La Falda, Córdoba, Argentina

El titular ha superado los 25 años en la actividad periodística, habiendo participado de los medios gráficos de la región, ha sido director de medios radiales y ha hecho televisión, fue corresponsal de La Voz del Interior.

domingo, 13 de diciembre de 2015

El aparecido (2º Parte)

<b>Sol Aliverti, es la autora de la crónica “El aparecido”, investigación periodística sobre Miguel Muñoz, quien tras una agresión perdió la memoria, pasó seis meses internado en el hospital Rawson de San Juan sin identificación, ni nadie que reclamara por él. El trabajo resultó ganador del concurso Crónicas Interiores 2015, organizado por la Gaceta Deodoro de la Secretaría de Extensión Universitaria de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), por Anfibia (Unsam) y por la Editorial de la Universidad Nacional de La Plata (Edulp), con el apoyo del Sindicato Regional de Luz y Fuerza de Córdoba y de la editorial Recovecos. Reproducimos la segunda parte del artículo y hablaremos con la autora, no sólo por ser faldense y ganadora de este premio, sino porque la narración entraña una sensibilidad que urge a la develación del misterio más allá del hecho mismo.

El aparecido (2º Parte)

La casa de Ramona Fernández queda al final de una calle que sube y que se topa con un pedazo de sierra en Juan Koslay, una ciudad pequeña a diez kilómetros de San Luis. Es una mujer de unos 70 años que todavía conserva ese andamiaje anímico inocente, algo que con todo prejuicio puede decirse que es una característica de la gente que no ha crecido en una ciudad. Cuando abre la puerta me abraza como si fuera alguien a la que ha estado esperando para darle buenas noticias. El misterio, antes de que podamos hablar, es saber si aquel hombre es el mismo hombre del que hablamos.

Me pregunta cómo está Miguel, parece preocupada porque ella dice que no lo había reconocido. Se pregunta cómo va a hacer con el dinero del viaje para visitarlo, quiere hablar con sus hermanos.

—Antonio, traeme la foto— le ordena al nieto que va a hasta el living y trae una portarretratos. En la imagen un niño de unos dos años está sentado sobre las piernas de su padre. El niño parece mirar a la cámara pero no, mira al costado, a un punto en blanco que no sale en el cuadro. Tiene puesto un sombrero blanco, no sonríe, su padre tampoco, los dos están congelados en un tiempo ideal en el que el futuro es una promesa floreciente. Ramona saca un papel detrás del marco. Dice: Ramón Miguel Muñoz, nacido el 13 de junio de 1967 en Unión, San Luis. Me alivia, ahora sí saber que podemos empezar a decir quién es – quien fue- ese hombre.

***
Ramón Miguel Muñoz es hijo de María Fernández y de Ramón Muñoz. María era hermana de Ramona y murió cuando tenía 21 y Miguel apenas un año. Estaba embarazada de un varón de seis meses. Dicen que fue un paro.

—Bueno, dicen. En esa época te morías y te enterraban sin preguntar mucho.

Ramón tenía campo, algo así como tres mil hectáreas. Era un hombre grande. Con María se llevaban 29 años, diferencia que no pareció importarle a nadie de la familia. Se conocieron en un campo cerca de Unión, en una fiesta del pueblo. María se murió, contradiciendo cualquier pronóstico.

—Y ahí quedé yo para cuidarlo. ¿Sabe lo que sufrió esa criatura? Noche enteras amanecido llorando porque pedía por la madre. El padre lo llevaba a una escuela, a otra escuela, porque eso estaba en la cabeza del padre. Pensaba yo: “Déjelo que viva tranquilo pobrecito”. Lo apartaron de mí y estaba conmigo el chico. Y lo sacaron, y eso fue otro sufrimiento más porque ya estaba atado a mí.

De los 12 hermanos, quedaron apenas cinco. Mientras Ramona ceba mates, su hija, Natalia prepara milanesas ante la mirada alerta de un gato blanco que se pone cerca de sus pies. La convivencia parece pacífica: también hay un perro y en el suelo, muy cerca de él, un loro.

—De chico era malo, nervioso. Lo hacíamos renegar y se ponía colorado como un tomate. Por eso le decían tomate: porque era blanco – blanco y colorado de cara. Ahora lo desconozco, pero esos rulos grandes siempre los tuvo. La madre tenía rulos. Pero lo desconozco. Me da una idea, se ve que es lo que está internado. Yo no sé que decidir, si lo van a dejar ahí o que va a pasar.

Se enteraron de la aparición de Miguel hace quince días cuando apareció por televisión. La última vez que lo habían visto fue en 2004. La abuela de Miguel había muerto y lo buscaban porque querían hacer la sucesión de la casa en Unión. Le habían dicho que Miguel estaba tirado y borracho en la terminal de Alvear, Mendoza. La última vez antes de eso fue cuando tenía 18 años y su padre había muerto de cáncer. Miguel comenzó a vender el campo, todo lo que pudo. Y de ahí no se supo más.

—Nos fuimos con mi cuñada y nos quedamos todo el día porque queríamos verlo. Cuando quisimos ver, estaba parado uno comprando cigarrillos en un quisco. Me decía mi cuñada: vaya a saber si es él, y yo sabía que era él. Cuando voy, lo toco por el hombro y se me queda mirando así —Ramona abre un poco los ojos— y me dice “¡Uy tía!” Y me abrazó, me tuvo un rato abrazada. Y ya le contamos de la mami, y él nos dijo que no tenía interés en la casa, que él no iba a vivir en Unión. Era un chico que no tenía interés para nada. A nosotros nos habían dicho que estaba borracho, que andaba tirado. No, nada que ver, estaba con unos camiones que eran del suegro y que tenía una nena que no sé si se llamaba Romina o Joana.

Se fueron a tomar un café y Ramona pudo contarle todo. Él le dijo que estaba bien, que no necesitaba nada, que no tenía teléfonos porque no le hacía falta. Un hombre se acercó a la mesa y le dijo a Miguel que ya salían. Miguel respondió que se vayan sin él, que había llegado una tía muy querida que no veía hacía mucho. Ramona no sabe la cantidad de cosas que hablaron, lo que se acuerda de esa última vez es que hablaron sentados en esa mesa de la terminal hasta que el colectivo de las seis vino, y ellas se fueron.

—De ahí no supimos más nada de él. Yo decía: donde andará.

—Le dije que iba a venir a verte y comenzó a nombrar animales— conté

—¿En serio? Escuchá lo que está contando, Natalia.

Natalia deja de hacerlas milanesas y presta atención. Mientras hablamos, el resto de la familia (nieto, nieta, abuelo, tío) se sientan para escuchar la conversación. La vida de Miguel fue un misterio aun para ellos que conservan algunos recuerdos y solo eso.

—El que va a saber más de él es Quiroga, dice Natalia. El amigo que lo reconoció. Yo te puedo conseguir el número de teléfono pero te tenés que ir ya, porque hay un solo colectivo que va y vuelve en el día para Buena Esperanza.

—A mí me gustaría ir a verlo, quién sabe si ve a algún familiar si recuerda algo. Pero yo no lo puedo tener, dice Ramona.

Al rato llegan todos a comer. Ramona me dice que cualquier cosa que se acuerde, o si llega a ir a verlo, me avisa. La realidad son apenas detalles que se retienen a lo largo de la vida. Algunas gallinas, llantos, el campo, una despedida.

***
Después, doscientos kilómetros de una ruta larga en la que el paisaje cambia, ondula, desaparece. Buena Esperanza es un pueblo paralelo a las vías del tren. Se anuncia con una arcada blanca, su nombre acompañado con la leyenda que aclara que es “La Capital de la tradición” y una hilera de árboles pintados de blanco que continúan hasta que se topan con el campo. Cualquier cosa que no sea pueblo es llanura. Había llamado a Ramón Quiroga antes de salir. Le dije que quería hablar con él acerca de su amigo. Venga que yo le cuento todo, contestó por teléfono. Me indicó cómo llegar a su taller mecánico. Había que entrar por la calle principal donde algunos adolescentes juegan a treparse a una moto que no arranca y largarse calle abajo. Todo cabe en esa calle recta: la plaza, los quioscos, la iglesia, el colegio. Ramón Quiroga sale del taller de chapa y me reconoce sin que le diga nada. Tiene un overol azul, las manos con grasa, me indica que lo espere. Hablamos bajo la sombra de un paraíso. La última vez que vio a Miguel Muñoz fue a mediados de 2008. Él estaba agachado y un hombre alto entro saludando como si nada.

—Esperate que no me estoy dando cuenta quien sos— dijo Ramón.

—Ey Ramito, no te vas a dar cuenta quien soy, soy yo, el Tomate.

Ramón, Ramito, se dio cuenta que ese hombre alto, morocho, de rulos, era el mismo Miguel de Unión, el que vivía dos cuadras de su casa de la infancia, al que no veía desde entonces. A partir de ahí se quedó ayudando en algo que desconocía, pero que hacía para ganarse la vida. Ramón le dejó lugar en el taller.

—Lo único que me preocupaba era que tomaba mucho. Le decían vaca puta, porque se pasaba dos Toros por día. A Ramón le da vergüenza decirlo y se ríe.

—No te preocupes Ramito, yo no te voy a traer problemas, yo me voy pronto.

—No es por eso que te lo digo, es porque te quiero mucho.

Miguel lo había encontrado porque supo por una hermana que su amigo se había mudado al pueblo hacía unos años. El pueblo no tiene más de tres mil habitantes, lo que hace factible encontrarse con todos, más con el mecánico. A Ramón le interesa saber qué hago ahí, que voy a hacer con la historia de Miguel y que piensan mis padres acerca de esto. A todo respondo que no sé, aunque intento dar alguna explicación que nos satisfaga: quiero saber quien es un hombre, quiero saber quien fue antes de ser eso que balbucea en una cama.

Ramón tiene dos hijas y una mujer recuperándose de un ACV.

—Este año me saqué todos los números, dice.

Aunque vivía la apacible vida de los pueblos, con lo que puede ocurrir en la vida de cualquiera, después de Miguel todo cambió. Un día estaba viendo televisión y la cara de su amigo apareció en primer plano: el hombre sin memoria.

—Ese es el Miguel, le dijo a su mujer —hace una pausa—Me dio tanta impotencia, tanta impotencia.

A partir de ahí llamó al hospital y se quedó en contacto con la trabajadora social, Noelia Cano, quien fue la que se ocupó del caso desde que Miguel entró al hospital. Sólo conocían una tía, por parte del padre: una mujer ciega de 84 años que vivía en Unión. De ahí había venido su vocación por tomar: todos en la familia tomaban. El padre, la madre, las tías. Se sentaban por las tardes y tomaban. No porque la vida les fuera trabajosa, sino por todo lo contrario.

Después que se supo la noticia Miguel se vio en la obligación de abrir un perfil en facebook y empezar a ser el portavoz de la historia. Me muestra en una tablet que apenas maneja las notas periodísticas que salieron en los diarios y un informe en la televisión donde habla el doctor Navalta. Ramón quiere que me fije especialmente en el momento en el que médico se emociona por el caso de Miguel.

—En el pueblo ya me dicen el Negro Oro, por eso de “gente que busca gente”.

Habían sido sólo seis meses los que Miguel había estado en el taller. Una vez por semana, se iba solo a donde estaba el teléfono y llamaba a su hija. Ramón lo dejaba solo, sabía que se emocionaba, que era siempre a la misma hora pero que no hablaba mucho de ella, solo le decía que tenía la edad de la mayor, y que quería ir a verla, y eso era todo.

—A él le encantaban las alpargatas blancas. Las zapatillas no. Yo le compré un par de borcegos y los usó un tiempo y después andaba con alpargatas. Me daba la ropa y se la lavaba mi señora. Sino él se lavaba la ropa en el taller. Y yo lo cagaba a pedo: ya te has lavado la ropa vos y te la has puesto arrugada, dejate de joder. En mi casa se plancha todo, hasta las medias.

También le gustaban los guisos, los pasteles y las milanesas.

Eso días habían sido cálidos. Ramón lo había llevado a hacer un curso de juntas. Y qué se yo de juntas, le había dicho Miguel. Pudo convencerlo porque iban dar de comer gratis y además le iban a dar un certificado. Ramón entra al taller y vuelve con un papel doblado que despliega como si fuera la constancia de una vida que ha tenido significado: Certifico que Ramón Miguel Muñoz ha realizado el curso de nuevos materiales de alta tecnología para juntas, a cargo de Carmelo Caparelli. Está fechada el 31 de octubre de 2008.

—¿Ve? Nos matamos de risa ese día.

Casi llegando a fin de año, Miguel se fue. Ramón se acuerda porque hacía calor. No mucho tiempo después supo que anduvo cerca juntando leña y que le había pedido a un conocido del pueblo que le mandara saludos a Ramito Quiroga, que en Buena Esperanza lo conocían todos. Una vez le vinieron con el rumor de que lo habían matado cerca de Alvear.

—Noelia Cano, la asistente social, le ha dicho: ¿Sabes con quien estuve hablando y me pregunta por vos? Ramón Quiroga. ¿Ramo Quiroga?, dice que dijo. Como que me conoce.

El doctor Navalta coincide en que si alguien le dice quien es, si alguien pone cosas en su memoria, puede haber un nuevo punto de partida, aunque fragmentado, difuso. Algo así me había dicho —no es que me haya dicho, es que yo creí que me decía—Carlos, un hombre con el que viajé desde San Juan a San Luis. Me preguntó que hacía ahí. Inventé una excusa: contar la historia de Miguel —una historia que ni yo misma sabía— podía llevarme las cinco horas que nos separaban de un destino a otro. En cambio, pregunté por él. Soy de acá, hace 30 años que no venía, me dijo. Carlos sacó la cámara de fotos y me mostró los diques, montañas, y amigos que pudo ver en esos quince días. Era un viaje que teníamos pensado con mi mujer, contó. Yo quería que ella conociera el lugar donde nací. Pero resulta que un mes antes de concretar, a ella le diagnosticaron leucemia y murió a los quince días. Carlos suspiró. Después fue un lío con la cantidad de papeleo.

—Una muerte es peor que un nacimiento. Porque con la muerte vos tenés que cerrar todas las cosas que el muerto dejó abierto.
Dicho esto, se tapó con una manta, sacó unas galletas de una bolsa y ajeno a toda imposibilidad, se puso a mirar por la ventanilla, vaya a saber qué cosa.
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El dictamen

Luego de expresar su satisfacción por el éxito de la convocatoria y la variedad de los temas trabajados, con más de cien textos enviados desde todo el país, el jurado celebró "el esfuerzo de los participantes por narrar historias que no suelen tener espacio entre la producción cotidiana de escándalo e indignación que ofrecen las noticias, y que pueden iluminar otras realidades de la vida colectiva, pero exigen un tiempo y un espacio que muchas veces escasean, sobre todo para quienes trabajan en el interior". Sostuvo además que para la selección de los textos finales consideró aquellos que "lograron mejor sus objetivos" e instó a los autores a "volver al terreno, y a reescribir en función de las necesidades de la historia, y la consecución de un tono. Consideramos esta instancia no sólo de formación, sino de compromiso y entusiasmo con el género, algo que suele perderse en las rutinas productivas exigidas en la mayoría de los medios hoy".

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