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Lugar: La Falda, Córdoba, Argentina

El titular ha superado los 25 años en la actividad periodística, habiendo participado de los medios gráficos de la región, ha sido director de medios radiales y ha hecho televisión, fue corresponsal de La Voz del Interior.

sábado, 25 de abril de 2015

La Utopía de la Igualdad Social

Por Alberto E. Moro

Debería lograrse una ética global que esté por encima de los intereses económicos, propendiendo a una distribución de la riqueza más acorde con los principios humanitarios.

Como bien enseña la Psicología Social de las Organizaciones, es frecuente que éstas adopten lemas o ideas motivadoras o consignas capaces de encolumnar a sus adherentes detrás de metas por lo general inalcanzables en su totalidad. Entendemos como organizaciones a los grupos sociales tales como empresas comerciales, gobiernos, y todas las llamadas ONG (organizaciones no gubernamentales), cuyos objetivos requieren una cierta fidelidad y adhesión incondicional, las más de las veces acrítica. Para ello, para galvanizar, o para consolidar a sus seguidores detrás de sus propósitos, suelen apelar a frases o eslóganes sobre cuya validez nadie puede estar, a priori, en desacuerdo aunque sean de muy difícil concreción
Es el caso del lema de la Revolución Francesa: “Liberté, Egalité, Fraternité”, tan meneado y tan explotado que ya se ha tornado parte asociativa inevitable de esa vieja revolución en la que, en nombre de esas premisas se cometieron tantos atropellos y asesinatos guillotina mediante, como suele suceder con la frenética crueldad de los mesiánicos que encabezan esos momentos históricos, que por lo general instauran en beneficio propio el terror y los personalismos que decían combatir convirtiéndose así ellos mismos en despóticos monarcas, solo que con otros nombres y apariencia.
El común de las personas, nada proclives al análisis profundo de las cosas, se deja seducir por las bellas palabras, sobre todo si son contestatarias, sin ver que en la mayor parte de los casos son utopías bellas pero inalcanzables. Es obvio que la igualdad y la libertad, ambas en sentido absoluto, nunca serán posibles al mismo tiempo. Y la fraternidad o, lo que es lo mismo, considerar al prójimo como un hermano, es un bello ideal que todos los hechos de la historia contradicen y demuestran como algo inexistente aún en pequeños grupos humanos y, desde luego, mucho menos a nivel global y planetario.
Sé que ya he relatado en alguno de mis escritos el ilustrativo film inglés de hace unos años, en el cual la familia de un millonario con toda su servidumbre se ven constreñidos, a raíz de un naufragio, a convivir durante mucho tiempo en una isla solitaria, situación en la que las relaciones sociales se ven forzadas a reconstruirse. Y vuelvo a citarlo porque es un ejemplo perfecto de lo que debiera ser la sociedad sin la existencia del dinero, que todo lo altera y todo lo pervierte.
En el relato del film, pasado un cierto tiempo de convivencia fuera de la civilización, resulta ser que el más encumbrado, con mejor status y mejores condiciones de vida es el mayordomo, quien además ha formado pareja con la apetecible hija del ricachón. Sin duda alguna, era el más inteligente y el que tenía mayores conocimientos y aptitudes. Por debajo de él, la pequeña sociedad se había estratificado según los méritos y capacidades, observándose con sorpresa que en el último escalón se encontraba el millonario, siendo el encargado de hacer las tareas más desagradables como por ejemplo, ir hasta la costa y volver acarreando pesados recipientes con agua. También sin dudas, su posición predominante en la sociedad del mercado del dinero antes del naufragio se debía no a sus habilidades e inteligencia, sino a la posesión de una riqueza que probablemente había heredado sin merecerlo.
Lo cierto es que las personas vienen al mundo con una dotación genética determinada con muchas o pocas posibilidades de desarrollo, siempre condicionadas por la mentalidad de sus padres y por el medio hostil o favorable en el que les toca vivir. Si mis padres hubieran sido delincuentes, sería probable que yo también lo fuera. Si hubiera nacido en un lugar donde el hambre es endémica, seguramente tendría limitaciones intelectuales provocadas por la desnutrición. Si mi vida hubiera transcurrido en la más absoluta pobreza, quizás ni hubiera ido nunca a la escuela y mucho menos a la universidad. Son todos factores determinantes, que en su mayoría dependen del azar, las inconsistencias y los riesgos de la vida. Ninguno de nosotros, amigos lectores nacidos en la Argentina, sería el mismo si hubiera nacido en Medio Oriente o en África, al margen de su dotación genética y de sus buenas intenciones congénitas o adquiridas. Todos estamos socialmente condicionados de una u otra manera.
La única forma de lograr la igualdad, es la de nivelar para abajo limitando la libertad y atentando contra los derechos humanos fundamentales. Es lo que han hecho los regímenes comunistas que todos conocemos, cuyo accionar ha culminado en un estruendoso fracaso, no sin antes haber infligido a sus pueblos innumerables padecimientos y vejaciones durante muchísimos años. Algunos buenos resultados en la educación o el deporte, es todo lo que han logrado, a costas de una larga noche en la que todos los derechos humanos, en particular el de la libre expresión de las ideas, han sido conculcados a sangre y fuego con secuestros, torturas, prisión, y asesinatos masivos.
Hoy está claro, por no decir clarísimo, que solo producen riqueza colectiva los regímenes en los cuales la libertad de empresa, de pensamiento y de acción están garantizados. Solo puede haber justicia y bienestar donde no haya un rasero “igualitario” sobre el cual nadie puede pasar con excepción de los jerarcas del círculo áulico.
Los derechos humanos básicos (salud, vivienda y educación), siempre debieran estar asegurados, pero lo que suceda con la vida de las personas por encima de esos requerimientos fundamentales se relaciona casi siempre con la voluntad, el esfuerzo, la capacidad, el entusiasmo y la educación que cada uno pueda procurarse al margen de los condicionamientos ya citados. Si bien los derechos básicos son iguales para todos, los seres humanos no son todos iguales, y algunos tendrán más méritos y posibilidades que otros, según la cantidad y calidad de los recursos personales que cada uno ponga en juego. Los más exitosos crearán, a través de sus ideas e iniciativas, mejores condiciones de vida y oportunidades de trabajo para los menos favorecidos o rezagados dentro de la sociedad. Digo esto, claro, partiendo de supuestos ideales que no siempre se cumplen porque la condición humana es siempre imprevisible y azarosa.
Aún en estas sociedades liberales (no confundir con capitalismo salvaje, que es otra cosa), ya se han visto las enormes dificultades que existen para que un bienestar básico pueda ser alcanzado por todos. Erradicar los bolsones de pobreza parece ser siempre un desiderátum inalcanzable sobre todo en los países con grandes territorios, pero nunca deben bajarse los brazos y ésa debe ser una función social ineludible e impostergable para todo buen gobierno, que debe convertirla en prioridad. Queda claro que no todos son buenos gobiernos y hay algunos –algo sabemos de eso- que tan solo se dedican robar y eternizarse disfrutando inescrupulosamente de las mieles del poder. Como ideal –lejano por el momento- todos los gobiernos deberían trabajar seriamente para acabar con el hambre en el mundo, lo cual es muy fácil de decir, pero muy difícil de lograr. Debería haber un acuerdo básico en tal sentido, suscripto por todos los pueblos del planeta. Pero ya sabemos lo arduo que es lograr consensos en política internacional, espacio donde, por el momento, “cada cual atiende a su juego” que es el de los grandes bonetes al frente de sus países, no pocas veces dependientes de poderes económicos concentrados que actúan desde las sombras.
También debería lograrse –lo cual es aún mucho más dificultoso- una ética global que esté por encima de los intereses económicos, e inculcar la misma urbi et orbi propendiendo a una distribución de la riqueza más acorde con los principios humanitarios. No es posible que, como ocurre en estos tiempos, 85 personas acumulen más riqueza que los 3.000.000.000 (¡tres mil millones!) de pobres juntos. Estos son datos de reporte reciente de OXFAM, la organización internacional anti-pobreza fundada en Oxford en 1942 para luchar contra las hambrunas, que trabaja en 90 países en busca de un mundo más equitativo.
Y en nuestra región, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) acaba de presentar su informe Panorama Social de América Latina 2014, según el cual habría 167 millones de personas pobres (28% del total), entre los cuales 71 millones estarían en la indigencia más absoluta, pues no reciben ingresos suficientes ni siquiera para la alimentación. Advierten además sobre las mayores tasas de desempleo, desprotección social e inseguridad que sufren las personas jóvenes.
Que esto, las cifras que he dado, sea posible, es una indecencia y una vergüenza pudibunda, también global, que nos compete a todos los seres humanos.
Como Manón Roland (1754-1793) culta y apasionada defensora de la Revolución Francesa, lo que no impidió que muriera ella misma guillotinada, aún hoy podemos exclamar: “¡Oh libertad (o igualdad), cuántos crímenes se han cometido en tu nombre!”. Durante su encarcelamiento, escribió unas memorias tituladas “Llamado a la posteridad imparcial”. No parece haber sido escuchada…

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