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Lugar: La Falda, Córdoba, Argentina

El titular ha superado los 25 años en la actividad periodística, habiendo participado de los medios gráficos de la región, ha sido director de medios radiales y ha hecho televisión, fue corresponsal de La Voz del Interior.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Civilización, o barbarie, That is the question…


Por Alberto E. Moro


Se trataba, y aún se trata, en el mundo entero, de la eterna oposición entre civilización y barbarie

Parodiando a uno de los más conocidos personajes del tan misterioso como célebre dramaturgo inglés, es obvio que la pregunta es, ha sido, y sigue siendo aplicable a la humanidad: ¿Ser o no Ser? ¿Civilización, o barbarie?
Otra vez el mundo se ve ensombrecido por una ola de violencia en la que cientos de miles de personas mueren asesinadas con salvajismo inigualable. Pienso, al decir inigualable, que probablemente me esté equivocando pues, si miramos bien, la historia de la humanidad parece haberse nutrido o haber desembocado siempre en la violencia, como si ésta fuera uno de los motores del progreso, si por progreso se entiende que la especie haya sobrevivido hasta la fecha. Si bien debemos reconocer que algunas “comodidades” más tenemos, producto de los avances que denominamos “tecnológicos”, ello no es óbice para observar que la conciencia moral del hombre genérico en relación al respeto por la vida de sus semejantes no parece haberse modificado demasiado.
Desde los tiempos más remotos, el asesinato puntual o masivo parece ser un recurso “normal” en el devenir de los acontecimientos históricos. Según diferentes pensadores que sufrieron el mundo que les tocó vivir, tornándolos en filósofos políticos casi sin saberlo, el hombre en estado de naturaleza, un ser vivo puesto en el mundo sin más armas que sus capacidades innatas, no tarda en descubrir que su única certidumbre es su inseguridad. Sometido a la ley del más fuerte, nada podrá conservar, ni familia, ni tierra, ni pertenencias personales de ningún tipo. Está sometido al saqueo, la esclavitud, el robo y la muerte.
Ese vivir en permanente conflicto solo puede remediarse cediendo parte de esa prístina libertad individual a favor de una organización o sistema de gobierno que tenga el monopolio de la fuerza correctora de los desvíos ciudadanos, y con el cual se pacten ciertas Leyes que deberán ser respetadas por todos. La esencia del conflicto es siempre desconocer algo tan reiterado como que “mi libertad termina donde empieza la de los demás”.
Thomas Hobbes (1558-1679), de quien ya hemos hablado en un texto anterior (*) define 19 leyes de la naturaleza, en todas las cuales no vamos a profundizar, a excepción de las dos primeras. La número uno establece que el hombre debe esforzarse por alcanzar la paz mientras crea que puede alcanzarla; pero en la número dos establece que cuando esto no sea posible, deberá seguir buscándola por todos los medios a su alcance, incluyendo la guerra y, si las circunstancias lo permiten, pactar con el enemigo suplantando a las pasiones que enfrentan por la razón que concilia.
Jhon Locke (1632-1704), también en cierto modo optimista, cree que el hombre debería vivir naturalmente en “paz, benevolencia y ayuda mutua”, desiderátum que compartimos pero que obviamente estamos lejos de alcanzar. Dice que la condición del hombre en estado natural, “por muy libre que sea, está plagada de sobresalto y continuos peligros, y que debe tratar de salir de ese estado entrando voluntariamente en sociedad con otros hombres que se encuentran ya unidos, o que tienen el propósito de unirse para la mutua salvaguarda de sus vidas, libertades y tierras. […] Solo cuando un grupo de hombres se reúne en sociedad renunciando cada uno de ellos al poder de ejecutar su propia ley, cediéndola a la comunidad, se constituye una sociedad política o civil”.
Jean Jacques Rousseau (1712-1768), vio con claridad en su obra El contrato social que “el hombre nace libre pero en todas partes está encadenado”, lo cual conserva toda su vigencia pues nada ha cambiado en los tiempos que corren, si los observamos con una mirada antropológica. Sin embargo y a pesar de ello, en su otra obra destacada, Emilio, o de la educación, pone el acento en la posibilidad de la educación como herramienta para que “el hombre, que es bueno por naturaleza”, no se corrompa y pueda vivir dignamente. Estos postulados, fueron revolucionarios para su época, granjeándole muchos enemigos.
Para sobrevolar la historia, no necesitamos remontarnos a los griegos, ni a los romanos, ni al genocidio armenio, ni a la primera guerra mundial, ni a la segunda guerra mundial, ni al nazismo y el holocausto, ni a los soviets y los gulags siberianos, ni a los genocidios africanos, todos ellos causantes de cientos de millones de muertos. Si nos remitimos al humanismo, una muerte es tan condenable como mil muertes, aunque algunos dictadorzuelos latinoamericanos temerosos, a sabiendas de sus propias felonías, hablen frecuentemente de “magnicidio” refiriéndose a sus propias, infatuadas y tan “magnas” personas. Echándole siempre la culpa a un supuesto imperio, claro. “Miremos al norte”, se dijo hace poco entre nosotros.
Si proyectamos una mirada alrededor del ancho mundo, hoy más extenso que nunca por la inmediatez con que podemos acceder a la información en tiempo real de lo que ocurre en la más remota de las comarcas, veremos que, lejos de atenuarse, la violencia va in crescendo. Un terrorismo devastador extiende sus tentáculos por todo el mundo con fanáticos extremos que no titubean en inmolarse con tal de dañar a los demás, aún tratándose de gente inocente. Supuestos estados islámicos que reniegan de la educación para las mujeres y los niños, siembran la muerte decapitando y fusilando a centenares de personas solo para escarmentar y horrorizar al mundo civilizado llamando así su atención.
La corrupción campea por sus fueros infestando a los políticos, las policías y la Justicia. Y los narcotraficantes, dotados de un poder económico asombroso basado en el sometimiento de los adictos, el secuestro, y los negocios espurios con múltiples complicidades, se apoderan virtualmente de ciudades y aún países demoliendo la inteligencia colectiva y el orden social, y derrumbando todos los pilares de lo que podríamos llamar ética pública, ese supuesto estado original seráfico del que nos hablaba Jhon Locke hace algunos siglos.
Aún no repuestos de la enorme cantidad de muertos del conflicto en Siria, de la guerra de Gaza, de los crímenes y raptos de niñas en África, cuando esto se escribe, televisión, radios, diarios e Internet mediante, el mundo asiste horrorizado a la matanza infame de estudiantes en México ejecutada por policías y sicarios de los poderosos carteles de la droga, que se apoderan de espacios sociales y territorios concretos donde ya no rigen las Leyes del Estado sino las que ellos imponen a sangre y fuego tomando su lugar.
Del mismo modo, estamos condenados a ver, impávidos e impotentes, las salvajes tropelías de un anacrónico califato que ha pasado del cruel y sangriento asesinato mediante el degüello a cuchillo de sujetos individuales frente a las cámaras, a la ejecución masiva de inocentes con el mismo método, mostrándolos arrodillados y con las manos atadas atrás mientras sus verdugo esperan arma en mano, la orden de cometer el espantoso crimen.
Para no dejar fuera de comentario a nuestro propio país, los argentinos de bien que no hemos sido adormecidos por las dádivas y la propaganda, que somos muchos más de lo que podría pensarse, asistimos estupefactos al deterioro infame y vergonzoso de una nación con extraordinarias potencialidades, que se encuentra exangüe por muchos años de canallescos gobernantes de ambos sexos y coloraturas, aficionados a la vida rumbosa que proporciona usar los dineros del pueblo como si fueran una hacienda personal de ellos y sus obsecuentes e igualmente corruptos secuaces políticos. Como ya he escrito en otra oportunidad, cuando se conozca la magnitud del proceso de vaciamiento programado y sistemático de las arcas públicas al que ha sido sometido nuestro país por el actual gobierno peronista-kirchnerista, será sin duda calificado como “el robo del siglo”. Una banda organizada y entrenada en Santa Cruz, que se apoderó de un país para saquearlo.
Al final, el vilipendiado por los imberbes ignorantes de la historia, el gran hacedor y visionario sanjuanino Domingo Faustino Sarmiento, uno de los forjadores del gran país que llegó a ser la Argentina antes de que los demagogos vinieran a “salvarnos” tenía razón. Se trataba, y aún se trata, en el mundo entero, de la eterna oposición entre civilización y barbarie, que tanto antes como ahora, amenaza a la humanidad impidiendo el desarrollo armónico de una sociedad más justa y menos sangrienta. Haciendo uso de su sentencia “¡Bárbaros!, las ideas no se matan…”, aquí exponemos las nuestras, las de la gente decente que aún predomina en el país.

(*) Alberto E. Moro. Fundamentos de la política y formas de gobierno. Ecos Nº 597






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