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Lugar: La Falda, Córdoba, Argentina

El titular ha superado los 25 años en la actividad periodística, habiendo participado de los medios gráficos de la región, ha sido director de medios radiales y ha hecho televisión, fue corresponsal de La Voz del Interior.

jueves, 13 de marzo de 2014

Centenario de un crimen de LESA-HUMANIDAD

Por Alberto E. Moro

“Las leyes guardan silencio cuando suenan las armas”
Cicerón


Han pasado cien años del inicio de un grande y devastador crimen humanitario, la denominada Primera Guerra Mundial (1914-1919), que involucró a muchos países (1) y disolvió a cuatro imperios de entonces (2) que, como todos ellos, habían ignorado las diferencias étnicas a la hora de repartirse el botín conquistado. Todas las grandes potencias se involucraron aliándose en dos bandos opuestos y abriéndose numerosos frentes de contienda, muchos de ellos en Europa, pero también en Asia y África, tanto en tierra como en el mar, desde el Atlántico hasta el Pacífico. En el aire, los endebles aviones cuyas ruedas parecían de bicicleta, empezaron a usarse con fines bélicos de observación y arrojo de primitivas bombas. Uno de mis tíos, Alfredo Moro, a quien no llegué a conocer, fue uno de los arriesgados pilotos de esos frágiles engendros.
No interesa mucho después de un siglo, rescatar la historia detallada de los sucesos que llevaron a esta guerra, porque podemos definirlos fácilmente en forma sintética si decimos que, como es habitual en estos casos, la incomprensión, la falta de diálogo y las ambiciones de siempre jugaron su papel.
Esa conflagración, crudelísima como todas, y aún más si cabe, implicó un gran sufrimiento de los combatientes de a pie (infantería) por la modalidad tiro a tiro y cuerpo a cuerpo, en trincheras infectas de roedores e insectos, azotados por las inclemencias del tiempo, las enfermedades y los incendios, con escasa comida, expuestos a la metralla, a los gases venenosos, y a los primeros aviones y primitivas bombas (3). La movilización alcanzó a 70 millones de militares, la mayoría de ellos europeos, y el saldo definitivo aproximado (nunca se sabrá con precisión) fue de 10 millones de muertos, en su mayoría jóvenes, la flor y nata de las naciones.
Un muchachito de 18 años, ingenuo como eran todos entonces, nacido y criado en Suiza, país neutral, fue enviado a la guerra por su padre italiano residente en aquel país porque el honor y la defensa de la patria así lo requerían. Era mi padre, Eugenio Moro. En esa época, no perder el honor era más importante que perder la vida. Todavía resonaban a través de los siglos las palabras de Petrarca: “Un bel morir, tutta la vita onora”.
Y las inflamadas obras literarias del aventurero-poeta Gabrielle D’Annunzio, quien perdió un ojo en esa guerra, hizo lo suyo en el sentimentalismo político italiano promoviendo las intemperancias que más adelante darían origen y sustento psicológico al Fascismo.
Él mismo, se enroló como voluntario y voló en esos precarios aeroplanos sobre el frente austríaco, arrojando panfletos y seguramente las pequeñas bombas y granadas de aquellos años. La propaganda que todavía podemos ver en los afiches de entonces ponía el acento en el gran honor, y por lo tanto un deber, que representaba enrolarse y tomar las armas para defender a la patria hasta perder la vida si era necesario.
Mi padre, con el rango de Bersagliere fue herido en combate por una bala que le atravesó el cuello sin consecuencias letales, milagrosamente, por lo que fue enviado a Suiza, de regreso a su lugar de origen para reponerse. Como comprobante de las rígidas posiciones de aquellos tiempos fundados en el honor, poseo una carta de mi abuelo al recibir a su hijo herido, en la que aseguraba al ejército italiano que apenas estuviera en condiciones, lo enviaría de nuevo al frente. Así eran las cosas entonces, cuando el honor estaba por encima de los afectos y de la razón. Nadie cuestionaba “el deber”, y aún menos los jóvenes, que no pocas veces iban muy contentos a la guerra, como si fuera una aventura intrascendente.
Los entorchados, las medallas al valor, las cruces de hierro y otras muchas condecoraciones eran el premio que a la manera deportiva se entregaba a quienes se habían jugado la vida y aún podían contarlo. Después de todo no era descabellado, pues la guerra parece haber sido el deporte más practicado en la historia de la humanidad. Para muchos estudiosos, el deporte moderno es una confrontación atenuada y sublimada en la que la violencia innata de los hombres hace una eclosión catártica casi inofensiva comparada con el crimen organizado de lo que ha dado en llamarse “guerra”.
De ese modo se llegó a la tragedia que mató a tanta gente, destruyéndolo todo, infligiendo una vez más, sin que sea la última, la infaltable cuota de sufrimiento extremo que la dinámica de la historia suele ofrecer al género humano. Curiosamente, mientras se gestaba y comenzaba esta espantosa contienda, el humor campeaba por sus fueros en las tarjetas postales, como se evidencia en algunas que se encuentran en mi poder, poniendo de manifiesto la inconsciencia con que se reiteran los sangrientos genocidios con los que los líderes mesiánicos creen estar reescribiendo la historia y llenándose de gloria.
El tema de la guerra desde la óptica del Derecho y la Moral no fue ajeno al pensamiento argentino, por lo que siempre recordamos El crimen de la guerra, escrito alrededor del año 1870 por uno de nuestros más preclaros jurisconsultos fundadores de la nacionalidad: Juan Bautista Alberdi. Analizando el Derecho Romano, en el cual matar a un romano era un crimen, mientras que hacerlo con un extranjero no lo era, Alberdi marca las diferencias con la aparición del concepto de Democracia, en el que impera –o debería imperar- la igualdad jurídica de todos los hombres que habitan el planeta; aunque hace la salvedad muy propia de su época, de que “la guerra no puede tener más que un fundamento legítimo, y es el derecho de defender la propia existencia”. En ese sentido- afirma- “el derecho de matar se funda en el derecho de vivir, y solo en defensa de la vida se puede quitar la vida. En saliendo de ahí, el homicidio es asesinato, sea de hombre a hombre, sea de nación a nación. El derecho de mil no pesa más que el derecho de uno solo, en la balanza de la justicia, y mil derechos juntos no pueden hacer que lo que es crimen sea un acto legítimo.”
He recurrido a Alberdi como quien vuelve a las fuentes del conocimiento para encontrar sentido a las tragedias que incuba fatalmente la mente humana cuando, apuntalada en ideas supuestamente justas, engendra monstruosas hecatombes bélicas. Lo que conocemos como Historia no parece ser otra cosa, ante una observación atenta, que una inacabable sucesión de conflictos armados en los que la brutalidad supera a la razón.
Para finalizar estas consideraciones, apelo al relato de un desconcertante y a la vez simbólico hecho acaecido ayer en la Plaza San Pedro de la Roma Vaticana cuando esto se escribe, en momentos en que el argentinísimo Papa Francisco se dirigía a la multitud allí reunida. Un niño y una niña, ayudados por el pontífice, soltaron dos blancas palomas implorando por la paz en su país de origen, azotado por durísimas conflagraciones políticas. De inmediato, ambas aves fueron atacadas ferozmente en el aire por un cuervo y una gaviota.
Es imposible sustraerse al valor simbólico de este suceso accidental, de donde surgen clara y metafóricamente las sempiternas dificultades que enfrentan los seres humanos que aspiran a una utopía pacifista.

(1)– Alemania, Italia, Austria, Polonia, Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Rusia,
Yugoeslavia, Japón.
(2)– El Imperio Otomano (1.300-1922), el Austro-Húngaro (1867-1919), el Alemán
(1871-1918), y el Ruso (1721-1917).
(3)– El autor de este artículo posee una de esas primitivas bombas y otros interesantes objetos de la parafernalia bélica de esa guerra, que están a disposición de quien quiera verlos.

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