La identidad de nacional y el Bicentenario
Nadie nos ha dicho, nadie ha sabido formular y representar desde la dirigencia,
un rumbo que podamos compartir esperanzados
Es un inveterado hábito de los países sudamericanos mirar de reojo y con desconfianza a los Estados unidos, la potencia continental americana, mientras se observa con simpatía y un dejo de envidia al “viejo mundo” representado por Europa, que nos es ajeno geográficamente. Pero con el cual cultivamos los lazos afectivos que generó la colonización primero y la migración masiva más tarde, hecho común a todos los países del continente. Protestas de filiación tales como “la madre patria”, el mundo hispano-americano o luso-americano, son el derivado de estos aportes poblacionales marcados por la historia. Como también lo son los revisionismos absurdos –que no lo serían en manos de los verdaderos historiadores- que pretenden implantar una versión derrotista, negadora y resentida de los hechos acaecidos en un ya lejano pasado de más de medio siglo, y que bajo ningún concepto pueden ser moralmente juzgados con las concepciones éticas de hoy.
La estructura de nuestros ejércitos, hospitales, y universidades, es copia de los modelos europeos, tanto como la literatura y el arte en general, que han abrevado en las fuentes europeas más que en ninguna otra parte, probablemente gracias a los idiomas español, portugués, francés e italiano, de gran accesibilidad para todos los latinos. En nuestro país, y en la mayoría de los restantes del continente, los apellidos son de origen europeo: italianos, españoles, ingleses, alemanes, franceses, polacos, y eslavos. No es en vano que ciudades como Caracas, Buenos Aires o Río de Janeiro, hayan sido llamadas cada una de ellas por sus admiradores, a su turno y en diversas oportunidades: “la París de América”. También es un clásico a la inversa el viaje iniciático de los argentinos hacia La Ciudad Luz, muchas veces con escasos medios que hacen difícil el regreso una vez que se ha tomado contacto con la dura realidad del emigrante. El tango lo ejemplifica bien: “anclado en París”, el quejosos “mi Buenos Aires querido cuando yo te vuelva a ver”, y la tristeza de “la que murió en París”.
Y éstas son razones de peso más que nada sentimental por las cuales siempre miramos hacia el viejo continente, sin olvidar del todo que aquí también hubo sucesivos pueblos originarios, lo que determina una idiosincrasia muy particular que denota una cierta indefinición e inseguridad: “no soy de aquí, ni soy de allá”.
De estas circunstancias proviene la insistencia de algunos protagonistas de la historia reciente de Argentina que se empeñan en buscar, no pocas veces a decretazo limpio, el famoso y nunca bien ponderado “Ser Nacional”. Entelequia ésta que se complica cada vez más con solo buscarla. La personalidad de una nación, como la de un adolescente, se construye con la sedimentación del tiempo y las experiencias vitales muchas veces azarosas y signadas por el dolor. Los países nuevos como el nuestro, con apenas doscientos años de vida, sin suficiente historia conocida detrás (porque también está la prehistoria de miles y miles de años, generalmente más vislumbrada que conocida), buscan una identidad, algo que solo vendrá con el tiempo, igual que sucede con el adolescente, y se instalará poco a poco hasta definirse en base al rumbo que haya tomado y a las tradiciones que simultáneamente se irán gestando y consolidando.
Hasta podríamos afirmar que la evidente carencia del sentido de patria por parte de la mayoría de los argentinos, se debe a que el país ha perdido el rumbo que le señalaba la historia desde hace ya muchos años. Ya no ponemos banderas en el balcón los días festivos, ya no usamos escarapelas, dejamos que el Himno Nacional sea bastardeado por musiqueros decadentes y, sobre todo, no encontramos la forma de deshacernos de las angurrientas catervas de políticos inescrupulosos y corruptos que hace años se apoderaron de la Nación para enriquecerse y, como si no fuera suficiente, con la antirrepublicana ambición de eternizarse en el poder. Corrompiéndolo todo, anulando al Congreso, y comprando o extorsionando a la Justicia, han logrado que muchos de nosotros, tristes y cariacontecidos, hayamos dejado de sentir el sano orgullo de ser “esa nueva y gloriosa nación” que prometía la Argentina del Centenario.
¿Qué tenemos ahora para festejar en el Bicentenario? ¿Cuál es la identidad actual de la Argentina? ¿La de los senadores a los que había que coimear para que votaran las leyes de la República? ¿La del Presidente guarango que nos hizo malquistar con todo el mundo diplomático? ¿La de los mandatarios que se abrazan con Chávez y Fidel Castro? ¿La que le ha quitado toda operatividad a nuestras fuerzas armadas? ¿La que manda al piquetero “embajador” D’Elia a confraternizar con los que volaron la AMIA? ¿La del Poder Ejecutivo que se ha quedado con los ahorros de los futuros jubilados y ahora pretende apropiarse de los fondos de reserva del Banco Central? ¿La de una nación gravemente endeudada a la que ningún organismo de crédito internacional puede prestarle por la profunda desconfianza que genera?
A estas incógnitas se debe nuestra desazón y nuestro orgullo deshilachado. Y al presentimiento, hondamente calado en nuestro subconsciente, de que siendo un país que potencialmente lo tiene todo, en realidad no tenemos nada, gracias a las ineptitudes y deshonestidades de una clase política divorciada hace mucho de toda la intelectualidad argentina. En la Argentina no hay think-tanks (reservorios de pensamiento) que asesoren a los gobiernos, como en los países normales; han sido reemplazados por el contubernio de politicastros muy hábiles para todos los ardides de la nefasta y mal llamada “viveza criolla”. Denominación injusta ésta, pues paradójicamente, los criollos son gente humilde pero derecha, incapaz de tanta bajeza como vemos a diario en la política vernácula. Con los gobiernos que hemos sabido darnos o que nos han impuesto en el último siglo, hemos dejado de ser “el granero del mundo” y “el país de la carne”, como se nos denominaba. También hemos acabado con una clase media digna para todos y con la igualdad de oportunidades que nos distinguía en el mundo. Y todo en nombre de una supuesta justicia social cada vez más inexistente.
Afortunadamente, según creo y espero junto a la gran mayoría de nuestros compatriotas, ya se vislumbran los rayos de un nuevo sol naciente en algunas butacas del Congreso, en algunos Tribunales de la Justicia, y en muchos jóvenes políticos que abominan de la desfachatez, la incoherencia, el oportunismo y la corrupción, y que están dispuestos a dar batalla para la reconstrucción de la dignidad nacional que lastimosamente hemos perdido a manos de la demagogia consuetudinaria. Ellos y nosotros, queremos un país normal, como los que ejemplificadoramente nos están mostrando los países hermanos de nuestra vecindad geográfica.
La celebración de nuestro Bicentenario será inevitablemente triste, de pobreza franciscana en ideas, con enfrentamientos gratuitos generados desde el poder, y con agravios a las instituciones y a todo lo emblemático del país que fuimos. Ahí está para demostrarlo el viaje frustro de la Fragata Libertad, en un evento internacional del cual la Argentina es co-organizadora; otro daño intencional que se inflige desde el propio gobierno nacional a la imagen de la Argentina.
Será un Bicentenario vacío de contenidos y de perspectivas, pues nadie nos ha dicho, nadie ha sabido formular y representar desde la dirigencia, un rumbo que podamos compartir esperanzados. Al parecer nadie sabe, y los gobernantes menos que nadie, hacia dónde vamos o hacia dónde queremos ir como país. Su única preocupación, por lo que se ve, es el continuismo y el enriquecimiento personal a expensas de los fondos públicos que a todos nos pertenecen.
Aguardamos la luz que nos haga sentir nuevamente habitantes de una nación que “promueve la unión nacional” y que busca “afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”, como reza el preámbulo de la Constitución de la Nación Argentina.
un rumbo que podamos compartir esperanzados
Es un inveterado hábito de los países sudamericanos mirar de reojo y con desconfianza a los Estados unidos, la potencia continental americana, mientras se observa con simpatía y un dejo de envidia al “viejo mundo” representado por Europa, que nos es ajeno geográficamente. Pero con el cual cultivamos los lazos afectivos que generó la colonización primero y la migración masiva más tarde, hecho común a todos los países del continente. Protestas de filiación tales como “la madre patria”, el mundo hispano-americano o luso-americano, son el derivado de estos aportes poblacionales marcados por la historia. Como también lo son los revisionismos absurdos –que no lo serían en manos de los verdaderos historiadores- que pretenden implantar una versión derrotista, negadora y resentida de los hechos acaecidos en un ya lejano pasado de más de medio siglo, y que bajo ningún concepto pueden ser moralmente juzgados con las concepciones éticas de hoy.
La estructura de nuestros ejércitos, hospitales, y universidades, es copia de los modelos europeos, tanto como la literatura y el arte en general, que han abrevado en las fuentes europeas más que en ninguna otra parte, probablemente gracias a los idiomas español, portugués, francés e italiano, de gran accesibilidad para todos los latinos. En nuestro país, y en la mayoría de los restantes del continente, los apellidos son de origen europeo: italianos, españoles, ingleses, alemanes, franceses, polacos, y eslavos. No es en vano que ciudades como Caracas, Buenos Aires o Río de Janeiro, hayan sido llamadas cada una de ellas por sus admiradores, a su turno y en diversas oportunidades: “la París de América”. También es un clásico a la inversa el viaje iniciático de los argentinos hacia La Ciudad Luz, muchas veces con escasos medios que hacen difícil el regreso una vez que se ha tomado contacto con la dura realidad del emigrante. El tango lo ejemplifica bien: “anclado en París”, el quejosos “mi Buenos Aires querido cuando yo te vuelva a ver”, y la tristeza de “la que murió en París”.
Y éstas son razones de peso más que nada sentimental por las cuales siempre miramos hacia el viejo continente, sin olvidar del todo que aquí también hubo sucesivos pueblos originarios, lo que determina una idiosincrasia muy particular que denota una cierta indefinición e inseguridad: “no soy de aquí, ni soy de allá”.
De estas circunstancias proviene la insistencia de algunos protagonistas de la historia reciente de Argentina que se empeñan en buscar, no pocas veces a decretazo limpio, el famoso y nunca bien ponderado “Ser Nacional”. Entelequia ésta que se complica cada vez más con solo buscarla. La personalidad de una nación, como la de un adolescente, se construye con la sedimentación del tiempo y las experiencias vitales muchas veces azarosas y signadas por el dolor. Los países nuevos como el nuestro, con apenas doscientos años de vida, sin suficiente historia conocida detrás (porque también está la prehistoria de miles y miles de años, generalmente más vislumbrada que conocida), buscan una identidad, algo que solo vendrá con el tiempo, igual que sucede con el adolescente, y se instalará poco a poco hasta definirse en base al rumbo que haya tomado y a las tradiciones que simultáneamente se irán gestando y consolidando.
Hasta podríamos afirmar que la evidente carencia del sentido de patria por parte de la mayoría de los argentinos, se debe a que el país ha perdido el rumbo que le señalaba la historia desde hace ya muchos años. Ya no ponemos banderas en el balcón los días festivos, ya no usamos escarapelas, dejamos que el Himno Nacional sea bastardeado por musiqueros decadentes y, sobre todo, no encontramos la forma de deshacernos de las angurrientas catervas de políticos inescrupulosos y corruptos que hace años se apoderaron de la Nación para enriquecerse y, como si no fuera suficiente, con la antirrepublicana ambición de eternizarse en el poder. Corrompiéndolo todo, anulando al Congreso, y comprando o extorsionando a la Justicia, han logrado que muchos de nosotros, tristes y cariacontecidos, hayamos dejado de sentir el sano orgullo de ser “esa nueva y gloriosa nación” que prometía la Argentina del Centenario.
¿Qué tenemos ahora para festejar en el Bicentenario? ¿Cuál es la identidad actual de la Argentina? ¿La de los senadores a los que había que coimear para que votaran las leyes de la República? ¿La del Presidente guarango que nos hizo malquistar con todo el mundo diplomático? ¿La de los mandatarios que se abrazan con Chávez y Fidel Castro? ¿La que le ha quitado toda operatividad a nuestras fuerzas armadas? ¿La que manda al piquetero “embajador” D’Elia a confraternizar con los que volaron la AMIA? ¿La del Poder Ejecutivo que se ha quedado con los ahorros de los futuros jubilados y ahora pretende apropiarse de los fondos de reserva del Banco Central? ¿La de una nación gravemente endeudada a la que ningún organismo de crédito internacional puede prestarle por la profunda desconfianza que genera?
A estas incógnitas se debe nuestra desazón y nuestro orgullo deshilachado. Y al presentimiento, hondamente calado en nuestro subconsciente, de que siendo un país que potencialmente lo tiene todo, en realidad no tenemos nada, gracias a las ineptitudes y deshonestidades de una clase política divorciada hace mucho de toda la intelectualidad argentina. En la Argentina no hay think-tanks (reservorios de pensamiento) que asesoren a los gobiernos, como en los países normales; han sido reemplazados por el contubernio de politicastros muy hábiles para todos los ardides de la nefasta y mal llamada “viveza criolla”. Denominación injusta ésta, pues paradójicamente, los criollos son gente humilde pero derecha, incapaz de tanta bajeza como vemos a diario en la política vernácula. Con los gobiernos que hemos sabido darnos o que nos han impuesto en el último siglo, hemos dejado de ser “el granero del mundo” y “el país de la carne”, como se nos denominaba. También hemos acabado con una clase media digna para todos y con la igualdad de oportunidades que nos distinguía en el mundo. Y todo en nombre de una supuesta justicia social cada vez más inexistente.
Afortunadamente, según creo y espero junto a la gran mayoría de nuestros compatriotas, ya se vislumbran los rayos de un nuevo sol naciente en algunas butacas del Congreso, en algunos Tribunales de la Justicia, y en muchos jóvenes políticos que abominan de la desfachatez, la incoherencia, el oportunismo y la corrupción, y que están dispuestos a dar batalla para la reconstrucción de la dignidad nacional que lastimosamente hemos perdido a manos de la demagogia consuetudinaria. Ellos y nosotros, queremos un país normal, como los que ejemplificadoramente nos están mostrando los países hermanos de nuestra vecindad geográfica.
La celebración de nuestro Bicentenario será inevitablemente triste, de pobreza franciscana en ideas, con enfrentamientos gratuitos generados desde el poder, y con agravios a las instituciones y a todo lo emblemático del país que fuimos. Ahí está para demostrarlo el viaje frustro de la Fragata Libertad, en un evento internacional del cual la Argentina es co-organizadora; otro daño intencional que se inflige desde el propio gobierno nacional a la imagen de la Argentina.
Será un Bicentenario vacío de contenidos y de perspectivas, pues nadie nos ha dicho, nadie ha sabido formular y representar desde la dirigencia, un rumbo que podamos compartir esperanzados. Al parecer nadie sabe, y los gobernantes menos que nadie, hacia dónde vamos o hacia dónde queremos ir como país. Su única preocupación, por lo que se ve, es el continuismo y el enriquecimiento personal a expensas de los fondos públicos que a todos nos pertenecen.
Aguardamos la luz que nos haga sentir nuevamente habitantes de una nación que “promueve la unión nacional” y que busca “afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”, como reza el preámbulo de la Constitución de la Nación Argentina.
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