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Lugar: La Falda, Córdoba, Argentina

El titular ha superado los 25 años en la actividad periodística, habiendo participado de los medios gráficos de la región, ha sido director de medios radiales y ha hecho televisión, fue corresponsal de La Voz del Interior.

viernes, 6 de febrero de 2015

El estruendoso fracaso y los daños de la demagogia y el populismo

Por Alberto E. Moro

Estamos asistiendo al estruendoso fracaso de un modelo populista, que logró sin embargo en su momento el apoyo de una mayoría con escasa educación, o bien con escasos principios.

La entelequia llamada “pueblo” por los demagogos en su pretensión uniformadora susceptible de ser manipulada mejor, es una abstracción generalizante impropia como definición. Porque en ese supuesto pueblo al que suelen agregarle el adjetivo de “maravilloso” para adularlo, hay científicos, artistas, profesionales, estudiantes, trabajadores, y hombres y mujeres decentes que se esfuerzan para consolidar su lugar en el mundo, y cumplen escrupulosamente con la Ley. Pero también hay ignorantes, delincuentes, vagos, amorales, y corruptos, que solo se aprovechan del trabajo ajeno e incumplen las leyes constantemente, perjudicando a la sociedad en su conjunto. Hay gente que coopera con la sociedad y gente que la sabotea perjudicando a todos. Es determinante saber cuál de las dos predomina.
El problema se presenta cuando escuchamos la afirmación erróneamente atribuida a Maquiavelo (1469-1527), porque en realidad es de otro italiano llamado Giuseppe de Maistre (1753-1821) quien sentencia lapidariamente “Cada pueblo tiene el gobierno que se merece”. Lo cual es una falacia desde el momento que el famoso “pueblo” contiene básicamente dos clases de personas que son las que hemos descripto más arriba, que viven y actúan de maneras opuestas, y no es justo interpretarlos como una unidad amontonada por los vientos de la política. Siempre he dicho, y no me cansaré de repetirlo, que no es lo mismo el voto de un científico Premio Nobel, que el de un asesino troglodita e ignorante que anda suelto por la ciudad. Es éste uno de los grandes defectos de la democracia, que si bien es el mejor sistema que tenemos por el momento, dista mucho de ser perfecto. Cuando hay crisis de valores y comportamientos en el “pueblo”, la democracia coloca en el poder a lobos disfrazados de corderos, que no tienen ni las capacidades ni la honestidad necesarias para proveer al bienestar general, como manda la Constitución Nacional en el caso argentino, y como debe concebirse la mismísima justificación de la existencia del quehacer político.
Tratando de ser un poco más suave, un siglo después del pensador italiano que he citado, el escritor y político francés André Malraux (1901–1976) corrigió la conocida frase humanizándola un poco, si se quiere verlo así: “No es que los pueblos tengan los gobiernos que se merecen, sino que la gente tiene los gobiernos que se le parecen”. Como se ve, otra vez una generalización del tipo “todos en la misma bolsa” cuyo contenido es lo que se denomina “el pueblo”. Es oportuno agregar aquí una sentencia del prócer cubano José Martí (1853-1895), que supo ser sintético y contundente al afirmar que “Pueblo que soporta a un tirano, lo merece”, sin imaginar que su propio pueblo soportaría más adelante la más larga y vergonzosa tiranía de la historia en nuestro hemisferio, a manos de un inmisericorde y longevo déspota.
Y es allí donde voy a reiterar mi rechazo a tales generalizaciones, proponiendo en cambio la siguiente, en la cual me siento comprendido, como ciudadano del primer tipo que he descripto: “En Democracia, los pueblos tienen los gobiernos que merecen o se parecen a sus grandes mayorías nacionales” (Copyright AM). Lo cual es mucho más justo porque –permítaseme la redundancia- no es justo que los del primer grupo soporten a los gobiernos generados por el voto de los segundos, una masa predominante que ha sido cooptada por las falsas promesas de los demagogos, y que no tiene reparos en votar a los políticos mal preparados, ineficientes y corruptos en nombre de un determinado “Fulanismo” o “Menganismo” que, según ellos mismos dicen, es más “un sentimiento” que una racionalidad.
Esto último es, flagrantemente, el caso de la República Argentina.
Desde hace setenta años con el mayor descaro y abuso de los dineros públicos, pero no sin antecedentes anteriores, la Argentina y una mayoría que al parecer ha superado el 50% de la población total, ha caído en brazos de abusivos demagogos que en sus demasías terminaron generando y alternándose con dictaduras militares a las que podemos llamar compensatorias o provocadas, pero ambas nefastas para el desarrollo nacional. Hasta el punto de que es frecuente escuchar en los foros internacionales políticos y económicos el caso único y paradigmático de un país, el nuestro, que pasó del desarrollo al sub-desarrollo.
Un país que de ser el faro de América en educación, “el granero del mundo”, y “el país de la carne”, como se nos enseñaba en la escuela primaria antes de la irrupción del peronismo, se encuentra ahora entre los más atrasados en educación y en economía, considerado uno de los más corruptos en su dirigencia, y totalmente fuera del mundo políticamente normal, sin relevancia alguna en el concierto internacional. Es el resultado del populismo, y últimamente en especial, de una supuesta y mentirosa “década ganada” de los que pretenden “ir por todo”, según los desaforados dichos presidenciales.
Para los seguidores de estos engendros pseudo-monárquicos, que seguramente no tienen idea de lo que significan la demagogia y el populismo como factores de destrucción y oposición a la República, no estará de más una sencilla explicación.
A grandes rasgos, y según cualquier diccionario, la demagogia es el empleo de halagos, de falsas promesas que son populares pero difíciles de cumplir, y de otros procedimientos similares para convencer al pueblo y convertirlo en instrumento de la propia ambición política. En la antigua Grecia se denominaba así a un gobierno dictatorial con apoyo popular. Al parecer y como en tantas otras cosas, fue Aristóteles quien primero lo identificó, definiéndolo como la “forma corrupta o degenerada de la democracia”. El caso más perfecto de esta concepción en nuestro país fueron los dos primeros gobiernos de Perón. Y en el mismo estilo, el gobierno de los Kirchner, aunque no han logrado aún –y espero que nunca lo consigan- los excesos del primero. Pero eso sí, han sido exitosos en la destrucción de la economía argentina, la división maniquea de la sociedad, y la acumulación personal de riquezas mal habidas.
Estrechamente ligado a la demagogia encontramos al “populismo”, que puede definirse como el estilo de gobierno que apela a las clases bajas a las que denominan “pueblo” para construir poder. El líder circunstancial se siente omnímodo y, en un retorno al primitivismo de la tribu o la horda, quiere entablar un diálogo directo con “la masa” suprimiendo a las instituciones; por eso suelen omitir o cooptar a la Justicia, y anular o eliminar al Congreso, donde todos los sectores están representados proporcionalmente. En su accionar prevalecen los constantes discursos “al pueblo” en los que denuncian los males que según ellos encarnan las clases privilegiadas, presentándose tales gobernantes como redentores de los humildes.
El término “populismo” tiene connotaciones peyorativas, puesto que alude a las medidas políticas que en realidad no buscan ni el bienestar ni el progreso del país, sino que tratan de lograr la aceptación de los votantes en forma acrítica, y sin importar las consecuencias. Nunca miran al largo plazo, sino a sus conveniencias del momento. Su obsesión no es el bien de la patria, sino la de ser alabados y adulados, permaneciendo para siempre en el poder. Su preocupación no es hacia dónde va el país, sino quedarse en el trono. Y todos ellos, acumulan una serie de muertes sospechosas, muy sospechosas, de gente que se ha atrevido a atentar contra la impunidad que ostentan. Sin entrar en las abundantes fechorías de sus colegas del extranjero, basta con ver la lista de asesinatos y suicidios sin culpables del Menemismo y del Kirchnerismo. Nisman, el último.
Como suele aducirse en las novelas y en el cine, nos sentimos tentados a ironizar con la consabida frase “cualquier semejanza con la realidad (nuestra realidad) es pura coincidencia”.
El fracaso de estos regímenes anacrónicos es también el fracaso de un pueblo. De un pueblo que se deja seducir por los cantos de sirena, que no cultiva el sentido moral porque acepta que los funcionarios se enriquezcan a ojos vista vaciando las arcas del Estado y que, profundamente resentido, sigue votando a los corruptos con tal de que hablen mal de los que están mejor posicionados en la sociedad, atribuyendo sus desaguisados a supuestos y difusos complots foráneos. Los resultados de estos gobiernos fascistas son siempre, la desigualdad, la injusticia, el crimen, la impunidad y la irrelevancia del país que los alberga.
En el fin de un ciclo político en el que una banda de delincuentes se apoderó de un país, en lo que será sin dudas “el robo del siglo”, estamos asistiendo al estruendoso fracaso de un modelo populista, que logró sin embargo el apoyo de una mayoría sin educación o bien con escasos principios, o ambas cosas a la vez, que lo sostuvo durante largos años sin advertir que estaba siendo estafada alevosamente, arrastrando consigo al resto de la sociedad.
Los argentinos de bien, presentimos esperanzados que soplarán vientos de cambio; por ahora son tan solo un susurro que se percibe agudizando el oído. Ya no se trata de la anacrónica división entre izquierdas y derechas, ahora hay que corregir la brecha entre los que tienen demasiado y los que nada tienen.
Muchas veces el lenguaje anticipa con sutileza el porvenir, y es posible que estemos pasando de la alabanza interesada a “lo mejor que tenemos es el pueblo” (Perón), al un poco más alentador que hoy se escucha por doquier, de “atender las necesidades de la gente” las cuales, como sabemos, son muchas, urgentes, e impostergables. Que así sea, es lo que esperamos

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