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Lugar: La Falda, Córdoba, Argentina

El titular ha superado los 25 años en la actividad periodística, habiendo participado de los medios gráficos de la región, ha sido director de medios radiales y ha hecho televisión, fue corresponsal de La Voz del Interior.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Si yo fuera un hombre primitivo…

Por Alberto E. Moro

Si yo fuera ese hombre primitivo, querría que el Jefe de la Tribu tuviera sentido común y buenas intenciones, que sea leal y honesto gobernando para todos, sin privilegiar a los serviles, farsantes y obsecuentes que lo rodean ávidos y suplicantes y que, tristemente, nunca faltan…

Como sé que en el campo de las ciencias sociales hay esclarecidos demagogos que abogan por el abandono de la palabra “primitivo” para ciertos grupos de seres humanos, porque el status de “homo sapiens” les corresponde a todos (y a todas) por igual, me apresuro a declarar que no utilizo esta palabra en sentido peyorativo. Es que entiendo como tal al congénere que hace veinte o treinta mil años, sin ninguno de los recursos de que hoy disfrutamos, exprimía su cacumen para ver como se las arreglaba para dar de comer a su familia en forma proporcional a sus necesidades, contando tan solo con una muy limitada tecnología, si así pueden denominarse sus obvias carencias.
Me refiero a épocas en las que absolutamente todos los habitantes humanos del planeta eran nómades que vivían de lo que cazaban y recolectaban, y se movían en reducidos grupos de una docena de individuos que “barrían” el territorio en busca de alimentos tratando de no dejar ningún rincón sin explorar, para lo cual empleaban esquemas de desplazamiento tales como el que ha dado en llamarse “recorrido en margarita”.
Necesariamente, sus viviendas eran sumamente precarias, del tipo de las que hemos estudiado en relación con los Selk’nam (*), un grupo “primitivo” que casi llegó hasta nuestros días por encontrarse “aislado” y lejos del mundo “civilizado” en la Isla Grande de Tierra del Fuego, bautizada así por Hernando de Magallanes, descubridor del estrecho que lleva su nombre en el sur de nuestro país, a causa de las hogueras que se divisaban en la costa desde su embarcación.
Hubo milenios en el mundo en general, en el que estos pueblos prehistóricos no conocían los metales, los textiles, la agricultura ni la alfarería. Pero llegó un momento, hace unos pocos miles de años, en que estos avances “tecnológicos” surgieron, posibilitándose así el abandono del nomadismo y el asentamiento permanente o semipermanente en determinados sitios necesariamente cercanos a las fuentes de agua. Esto determinó que lo que hasta entonces era materialmente imposible sucediera: la creación de comunidades de muchas más personas que colaborando entre sí y repartiendo tareas, accedieran a un nivel de vida superior, con viviendas más elaboradas y con un estilo de vida sustentable en el que el alimento animal y vegetal podría reproducirse y cultivarse y, aún más importante, podría almacenarse para enfrentar los rigores del invierno.
Desde el punto de vista sociológico, no cabe duda de que los seres humanos de entonces, al convivir en comunidades más grandes con multiplicidad de actores sociales, vieron también multiplicarse los problemas, conflictos y enfrentamientos derivados de esa cercanía grupal, y no solo entre sus propios integrantes sino también en relación con otros conjuntos similares situados a distancias variables, a veces muy lejanas sin que ello impidiera los encuentros violentos que parecen ser una herramienta de la evolución social, si nos tomamos el trabajo de repasar lo que –parece una ironía- conocemos como Historia de la Civilización, siendo en gran parte una historia de la barbarie.
Ante esta situación aparecieron, seguramente en forma embrionaria, lo que hoy denominamos Política, y sus hermanas la Diplomacia y la Guerra. Cuando falla la diplomacia, viene la guerra que, como han aventurado algunos, es la continuación de la política por otros medios. Esta última frase pertenece a Clausewitz, el famoso estratega alemán; pero no me parece equivocada tampoco la inversión de los términos, como propuso el más reciente pero no menos famoso filósofo francés Michel Foucault, para quien la política podría ser la continuación de la guerra por otros medios. Lo peor sucede cuando la política se transforma en una guerra no con los de afuera, sino con los de adentro, como estamos sufriendo por estos días en la Argentina.
Haciendo un ejercicio de imaginación me preguntaba, como se anticipa en el título de este escrito, que pensaría, que propondría, cómo procedería y que haría yo si fuera un primitivo para mejorar la vida de mi comunidad y, a través de ello, mi propia vida y la de mi familia. Invito al lector a acompañarme en este ejercicio imaginativo, haciendo el esfuerzo de olvidar momentáneamente todo lo que sabe, le ha sido legado y ha aprendido con los diferentes mecanismos de transmisión de conocimientos de nuestro tiempo.
Inmediatamente surgiría en ese Homo Sapiens, que por algo lo es (como diríamos los argentinos: ¡primitivo sí, pero no boludo!), la idea de una organización social cuando menos provisoria en la que ciertas normas deberían ser aceptadas y respetadas por todos. Naturalmente, algunos tomarían la voz cantante y, para facilitar las cosas y concentrar las voces, también se aceptaría que finalmente uno de ellos sea ungido como Jefe, Rey, Jerarca, Líder, o cualquier otra denominación de las innumerables que existieron y existen para designar al “mandamás” de turno.
Cuando la organización del grupo era muy rudimentaria, el Jefe sería probablemente el más fuerte físicamente, y a medida que evolucionaran comenzarían a evaluarse y ser tenidas en cuenta otras cualidades no necesariamente ligadas a la superioridad física. Estos líderes, seguramente, al ser más inteligentes no habrán tardado en rodearse de una corte de ayudantes útiles y de aduladores no tan útiles, todos pendientes de los favores que su poder circunstancial podría derramarles. Mucho no hemos cambiado, y aún hoy subsisten vicios que acompañan a los hombres con la fidelidad de los perros…
Al pasar las generaciones, algunos de estos jefes, olvidando su origen comunitario con la finalidad de servir a la totalidad del pueblo, comenzarán a sentirse superiores a los demás, acumularán en lugar de repartir, y otorgarán prebendas a sus seguidores más fieles. Además habrán empezado a sentirse imprescindibles, y les molestará profundamente que algún otro miembro de la sociedad con aptitudes comience a ser valorado por la comunidad. Confabulando con sus secuaces, habrán intentado destruirlo, pudiendo incluso llegar a matarlo, como tantas veces sucedió. Y lo mismo habrán hecho con cualquiera que osara discutir su autoridad o hubiera pretendido reemplazarlo.
Los tiempos de la historia son largos y tempestuosos, y esto que describimos simplificando quizás demasiado el lentísimo avance de la civilización, significó miles y miles de años de sufrimiento para millones de seres humanos aplastados por los cesarismos, los zarismos, las monarquías, los imperialismos, los nazismos y los comunismos, algunos de los cuales aún subsisten.
No sin antes sufrir toda clase de despotismos, la sociedad finalmente advertida de que a lo que aspira no es a una dictadura, ha siempre buscado en silencio la forma de poner freno a los poderes omnímodos que la someten y convulsionan con el amargo sabor de la injusticia. Es probable que así hayan venido al mundo social los Jueces y los encargados de dictar las leyes o Legisladores. Y así nació, andando el tiempo, el imperfecto pero aún insuperable sistema llamado Democracia que –como todos sabemos- es, o al menos así se define, el gobierno del pueblo.
Por razones prácticas, pues sería imposible escuchar la opinión de todos y cada uno de los ciudadanos cada vez que debe tomarse alguna medida, “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes”, como taxativamente explicita nuestra Constitución desde el año 1853. En un sistema equilibrado, nuestros representantes más directos son los legisladores, con sus dos Cámaras: Diputados y Senadores. Le sigue el Presidente de la Nación que es el político que ha logrado más votos para ese cargo, pero que por definición debe gobernar para todos y no tratando de satisfacer tan solo a quienes supone sus leales seguidores. Y por último (último, pero no “lo último”, como se dice en inglés) está el Poder Judicial, cuya finalidad principal es actuar cuando los restantes poderes se toman atribuciones que nos les corresponden o dictan leyes contrarias a lo que establece el Sistema Republicano, perjudicando a todo el pueblo o en particular a las minorías, como suele ocurrir.
En los tiempos de hoy, un buen gobierno debe obrar en consecuencia, respetando la autonomía de los tres poderes, los que a su vez deberán controlarse entre ellos para asegurar ante el pueblo la honestidad en los procedimientos del Estado, la moralidad en la conducta de los funcionarios, y el derecho de los mandantes a conocer con precisión y claridad cómo y en qué invierten los fondos públicos sus mandatarios o, lo que es lo mismo, como invierten el dinero que nos pertenece a todos, producto de nuestro trabajo, nuestros impuestos y nuestro esfuerzo comunitario, cuya administración les hemos confiado.
Los problemas surgen cuando un Presidente cree, a semejanza de un Rey o un Faraón, que ha sido ungido de por vida, olvidando que le ha sido conferido un mandato transitorio. Cuando, además, se siente superior y con más derechos que los otros tres poderes equivalentes para el funcionamiento armónico de la República, intentando colonizarlos o destruirlos acicateado por su temperamento despótico y a la vez paranoico, en el fondo del cual florecen el miedo y la soberbia.
Bien se ha dicho metafóricamente que “el pescado comienza a pudrirse por la cabeza”, y estas actitudes presidenciales con su coro de aplaudidores interesados en hacerse ricos rápidamente logra, comprando o cooptando legisladores, reducir a la nulidad al Congreso, con lo que quedan relegados los verdaderos problemas de la gente. De este modo, los representantes del pueblo dejan de servir a quienes los votaron para tornarse obsecuentes de la primera magistratura, cuyas órdenes siguen sin pestañear mientras cobran jugosos sueldos que ellos mismo se adjudican en trasnochadas sesiones de sorprendente unanimidad.
Esto descompone el tejido social, provocando una grave desunión, partiendo a la sociedad en dos, los “pro” y los “anti”, los fanáticos y los oprimidos física y psicológicamente; los del rebaño que necesitan un pastor y los libres que aceptan ser gobernados pero no sojuzgados ni tiranizados. Esta situación atraviesa todas las capas y las funciones sociales, provocando un atraso económico, un daño irreparable a la identidad colectiva y atentan contra la normal inserción del país en el concierto internacional.
Si yo fuera ese hombre primitivo del que hablábamos, que está en el fondo de todos nosotros, intentaría volver a las fuentes, defender la identidad que nos hemos dado como pueblo, sin desconocer mis orígenes ni sus verdaderos próceres, volviendo a las normas que habíamos aprobado. No permitiría que ningún enloquecido por el poder pretenda cambiar el sistema sobre el cual nos hemos constituido como sociedad. Le diría al mandamás providencial “de turno” que deje lugar para otros, que nadie debe creerse eterno e imprescindible, y que respete las reglas que nos hemos dado en el pasado como cualquier hijo de vecino, pues son las que hacen a la propia esencia, orientando el destino de las naciones.
Si yo fuera ese hombre primitivo, querría que el Jefe de la Tribu tuviera sentido común y buenas intenciones, que sea leal y honesto gobernando para todos, sin privilegiar a los serviles, farsantes y obsecuentes que lo rodean ávidos y suplicantes y que, tristemente, nunca faltan…
Creo que en eso estamos la enorme mayoría de los argentinos… Antes que nada, queremos seguir siendo una República, sin que nadie quiera convertirnos en un país “totalitario”; que eso significa, precisamente, el “Vamos por todo” que escapó de la boca verborreica, incontinente y vulgar del más encumbrado personaje entre los que están arruinando, en todos los sentidos, a la gran Nación Argentina.

Ref.: Alberto Moro. Los Selk’nam. Antropología y Etnografía de las relaciones inter-étnicas que llevaron a su extinción. La tragedia de un pueblo primitivo en el territorio argentino. La Falda, 2001. Maestría en Antropología. Facultad de Filosofía y Ciencias Sociales de la UNC.


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