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Lugar: La Falda, Córdoba, Argentina

El titular ha superado los 25 años en la actividad periodística, habiendo participado de los medios gráficos de la región, ha sido director de medios radiales y ha hecho televisión, fue corresponsal de La Voz del Interior.

sábado, 6 de junio de 2015

¡Ni una menos!

Por Alberto E. Moro

La triste lacra social de la violencia de género, violatoria de los más elementales derechos humanos

Ante el lamentable auge de la llamada violencia de género y su explotación morbosa por parte de los medios, es conveniente hacer algunas consideraciones necesarias para poner las cosas en su lugar, y no caer en el maniqueísmo y el prejuicio.
Lo primero que quiero decir es que esta incivilizada plaga, que avergüenza a la sociedad actual, debe ser combatida con toda la fuerza de la Ley y, no menos importante, de la Educación. A nadie escapará que la educación de niños y jóvenes en el respeto al prójimo y en especial al prójimo con el que se convive, es transcendental.
También debe lucharse contra los resabios de machismo que aun existen, y no solo en la Argentina, y que incluso están en algunos casos tan arraigados en el subconsciente que los mismos Jueces de la República tienden a naturalizar y hasta justificar la violencia física del más fuerte con excusas tan inaceptables y endebles como la figuras de ebriedad y “emoción violenta”.
Uno de los deberes más elementales de todo ser humano civilizado, sea hombre, mujer o mixto en sus diferentes variantes, es aprender a controlar sus impulsos animales o -con más indulgencia- instintivos, que son los que lo llevan a la ira o a la agresión directa. Nada justifica este accionar. Nadie es “dueño” de nadie. La libertad es el don más preciado que hace o debería hacer a la dignidad humana y, como tal debe ser respetado y preservado.
Un destacado miembro de la Academia Francesa de Medicina, el eminente psiquiatra Henri Baruk, lo definió de este modo: “El carácter esencial y más preciado de la personalidad humana es su independencia, su posibilidad de resistir a las influencias exteriores y principalmente a los intentos de dominación por parte de otras personalidades; así como su facultad de iniciativa y de acción para tomar parte activa en la vida de sociedad, conforme a la jerarquía de valores propios, jerarquía que le confiere los objetivos de su vida y el sentido de su acción.”
Un convenio de convivencia es un simple contrato verbal o documental que implica, y así sucede en la mente de los contrayentes o convivientes, una esperanza de vida armónica en común, desideratum tanto o más importante si es que hay hijos de por medio. Lamentablemente, esto no siempre sucede, y el paso del tiempo hace que dos personas que llegaron a amarse, terminen por soportarse malamente, y aun por odiarse.
Y ése es el momento en que hay que decidir, si es posible de común acuerdo, una saludable separación momentánea o definitiva, antes que la violencia haga estragos y afecte incluso el desarrollo de los niños, si los hay. Hoy por hoy, es psicológica y antropológicamente absurdo pretender la obligatoriedad de una unión “para toda la vida”, lo cual es tan solo un acuerdo “cultural”, una regulación convencional impuesta por las costumbres (que se van modificando) y por las religiones (que tienen que aggiornarse). Ello sin perder de vista que la unión para toda la vida, “hasta que la muerte nos separe”, es un gran ideal que no todos tienen la fortuna de alcanzar.
Lo que no está claro a mi modo de ver y en base a mi experiencia, es que la violencia puede ser de sentido inverso, de la mujer hacia el hombre, y no solo con la obviedad del ”tramontina”, el revólver, el karate, o el palo de amasar… Hay un prejuicio que hace que se crea que la violencia es siempre unidireccional, y en modo alguno es así. En primer lugar, ningún hombre con fuertes o tenues resabios de machismo, como es la mayoría, concurriría al destacamento policial “a denunciar que su mujer le pegó” o lo insultó, y que lo somete a constantes agresiones verbales y físicas.
Quizás el sometimiento ancestral de la mujer, que afortunadamente se está acabando al menos en los países occidentales, le ha hecho desarrollar un arte especial para ejercer violencia psicológica. Ésta no deja marcas pero destruye. Una vieja sentencia japonesa dice: “Puedes aplastar a un hombre con el peso de tu lengua”, y esto sucede muy a menudo sin que se vea reflejado en la portada de los diarios. Y de esto nadie habla, es algo que aparentemente no existe… ¡Pero sí está presente!
Hay muchos hombres que padecen a lo largo de sus vidas un tormento psicológico puertas adentro, que no deja marcas pero embota la dignidad e infunde una tristeza irremontable ante la indefensión en que se encuentra si es una persona educada que tiene control sobre sí misma, y es incapaz de agredir descendiendo a la bajeza de los insultos y el maltrato que recibe. Lo he visto muchas veces. Pero de esto nadie habla. O cuando habla, lo hace solo refiriéndose a lo obvio, la grosera agresión física masculina.
Por eso me pareció muy interesante un texto de la Directora de la Carrera de Psicología de una Universidad de Córdoba (1), referido al “letal maltrato psicológico” y aplicable, cuando no, a las acciones masculinas, sin hacer sin embargo en ningún momento la salvedad de que el mecanismo puede ser a doble vía. La descripción es perfecta, pues no hay prácticamente diferencias en el menoscabo psíquico que hombres y mujeres se propinan mutuamente con lamentable frecuencia.
Sintetizando todo lo posible pero textualmente, dice así: “Mucho se ha escrito sobre el maltrato físico en la pareja, pero muy poco sobre otro tipo de violencia, el letal maltrato psicológico. Éste no deja marcas físicas, pero a diario “mueren” por asesinatos psicológicos infinidad de víctimas. El arma que emplean, con la que hieren y matan, es la palabra. El maltrato psicológico no aparece de un día para otro en la pareja, pero una vez que se instaló, es permanente y sistemático. […] La estrategia perversa consiste en el desarrollo de un juego lento, a diferencia de la trompada. Lo importante es el sometimiento. Es muy intuitivo a la hora de detectar puntos débiles de dolor o inferioridad del otro y allí atacan. El perverso da muy poco y pide mucho. Nunca está satisfecho, y si la víctima expresa su descontento o se queja, aparecen las amenazas de abandono y ataque. Pero si la víctima se queda tranquila y dócil, puede permanecer un tiempo “en paz”. Esto va generando un estrés permanente. El perverso le niega a la víctima el derecho a ser oída y cuando habla, adopta un tono frío, la mayoría de las veces sin elevar su voz, y su discurso es moralizador, distante e irónico. La idea es hacer dudar a la víctima de sus propios pensamientos y afectos hasta el punto de tener que pedir perdón por algo que no hizo, o agotarse buscando soluciones que nunca va a satisfacer al perverso. Pero el mecanismo que mejor pone en juego es la descalificación. Una y otra vez le dirá que no vale nada, que no hizo nada, que nadie la quiere, hasta que la víctima se lo cree. Pero no es sólo el ataque a su autoestima, también descalifica a sus amigos, a su familia, a su trabajo, a su pueblo natal, a su historia. No existe, desde su mundo, ni respeto ni compasión por el “otro”, éste sólo existe en la medida en que pueda utilizarlo para manipular (cosa que hacen a la perfección) y mantenerlo en una posición de dependencia. […] El otro no es un cómplice “masoquista” simplemente, no puede defenderse, ama, sufre y se cree que es culpable de lo que ocurre. […] La víctima oscila entre la angustia y la rabia, por momentos es conciliadora, por momentos intenta defenderse. Si reacciona y desea recuperar un poco de su libertad, el perverso, al ver que su víctima se le está escapando de las manos, reacciona con mayor saña y puede llegar a la violencia física. Nunca aceptará que se queje y no le perdonará que se defienda. El perverso jamás deja libre a su presa y siempre la odiará porque piensa que la víctima lo odia como sólo él es capaz de hacerlo. Como utiliza el mecanismo de la proyección, la agresión es para siempre. […] En la mayoría de los casos, la víctima es excesivamente tolerante, y el origen de la misma proviene de reproducir lo que uno de los padres ha vivido y de la necesidad de reparar. El perverso jamás se va a responsabilizar de ningún fracaso ya sea laboral o personal, la culpa siempre la tiene el otro. […] Cuando la víctima se da cuenta de la situación en la que se encuentra, tiende a reaccionar de dos maneras: o se somete o se separa. Si se decide por lo segundo, puede esperar más agresión, chantaje y presión. Para la víctima, olvidar el pasado no es fácil pero tampoco imposible. La manera de poder salir de esta situación es que primero deje de lado toda la culpa que le ha sido asignada por el agresor/a, reconozca que la persona a la que amó tiene un trastorno de personalidad que le ha hecho mucho daño, que debe protegerse a diestra y siniestra, que no debe entrar más en el juego perverso. […] Es importante rodearse de amigos, de actividades gratificantes y predisponerse para conocer nuevas personas que aumenten su autoestima y el sentimiento de que puede amar de nuevo... pero de manera diferente”. Excelente descripción.
Ni hace falta decir, por una simple cuestión de sentido común, que estas características personales pueden encontrarse tanto de un lado como del otro. Para quien le interese ahondar en este tema, me permito recomendarle que alquile un film que se llama Los hombres no hablan, cuyo protagonista es el actor Peter Strauss, en el que puede apreciarse en toda su dimensión lo que sucede cuando la mujer es la unilateral y terrible agresora. Hay un ilustrativo episodio en el que el hombre victimizado sale a la calle desesperado e intenta llamar por teléfono a una de esas entidades de ayuda para la violencia familiar, y solo obtiene improperios por creerse que se trata de una broma. Es obvio el prejuicio en el adiestramiento del personal de esas organizaciones de ayuda. No hay quien piense en las víctimas masculinas, que también son millones.
La escritora y política española Pilar Rahola (2), reconocida en el mundo entero por su inclaudicable lucha contra la discriminación de la mujer, incluso la mujer musulmana, acaba de recibir en Ginebra el Premio “Morris B. Abram” por su compromiso en la causa de la libertad, y en la ocasión, demostrando que no escapa a su sagacidad lo que aquí he planteado, ha advertido que “Hemos convertido la lucha por la justicia de las mujeres en una forma de injusticia para los hombres. La lucha de la mujer por la igualdad nunca puede ser la coartada para otra forma de discriminación.” Contundente.
Hago votos por una mayor ecuanimidad por parte de los especialistas al tratar este delicado problema social.

(1) María Braganza. El letal maltrato psicológico. La voz del Interior, 22/5/06
(2) Un merecido premio. Editorial de La Nación del día 28/4/11

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