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Lugar: La Falda, Córdoba, Argentina

El titular ha superado los 25 años en la actividad periodística, habiendo participado de los medios gráficos de la región, ha sido director de medios radiales y ha hecho televisión, fue corresponsal de La Voz del Interior.

viernes, 2 de enero de 2015

Mi abuela materna, Eulalia Ponce de Censi (*)

Por Alberto E. Moro

Estos son algunos de los recuerdos grabados a fuego en nuestra mente, que están allí, esperando que los evoquemos para “verlos” como si hubiera sido ayer…

Hoy, cuando ni ella ni mi madre pertenecen ya al mundo de los vivos, la recuerdo sentada al atardecer frente a la ventana de su dormitorio en el piso alto del caserón carcarañense (1), tranquila y reposada, suspirando de tanto en tanto, y mirando fijamente hacia la gigantesca palmera del parque mientras aferraba con sus dos manos la escopeta apoyada en su regazo.
En ese momento incierto en que ya no es de día pero tampoco noche, oíamos desde lejos o veíamos desde detrás de su sillón el resonante ¡pum! del disparo, en ese rito sangriento casi cotidiano del sacrificio de las lechuzas que habitaban debajo de los colgantes flecos de las palmeras. A esa hora iniciaban su ronda nocturna esos pájaros graznantes de la noche que, como todos los seres vivientes, arriesgaban el pellejo ante las acechanzas de la vida, de las cuales mi abuela era en esa circunstancia el instrumento expiatorio.
Relatado hoy parece cuento, pero era el ritual cruento, cinegético, casi deportivo de una mujer que en su infancia, junto a sus familiares, había aprendido a defenderse de los malones que asolaban las llanuras pampeanas. Con mis propios ojos he visto en uno de sus campos el pétreo reducto perdido en la inmensidad de la llanura argentina donde se refugiaban todos los paisanos de los alrededores con sus familias cuando se venía la indiada. Lo conformaban gruesas paredes de un metro de espesor aproximadamente, con pequeños ventanucos desde donde se filtraba la luz exterior, y que en medio tenían gruesos barrotes de hierro para que nadie pudiera penetrar ni siquiera reptando. Allí aguantaban la oleada depredadora hasta estar seguros de que se habían ido. Al salir, ya no había viviendas, ni ganado, ni mieses acumuladas. Todo había sido destruido o saqueado. Este mecanismo ha sido, tristemente y a lo largo de los milenios, la dinámica de la historia, punto sobre el cual ya me he explayado en algunos de mis escritos. Los aborígenes, y no todos los que reclaman lo son, tienen que tener los mismos derechos que los demás argentinos, pero la historia fue muy diferente a como la cuentan hoy algunos revisionistas que tienen más aptitudes para el oportunismo que para la historiografía.
Se llamaba Eulalia Ponce de Censi (Filippo Censi, suizo, era mi abuelo), y fue la única de mis cuatro abuelos que llegué a conocer, aunque he podido reconstruir la historia de todos ellos. La conocí a los cinco años, recién llegado yo desde el viejo continente. Mirada penetrante; no recuerdo haberla visto sonreír nunca, pero sospecho que, al igual que yo hago ahora, sonreía mucho por dentro al presenciar la eterna comedia humana en la que todos estamos involucrados como actores.
Era prudente, sagaz, severa pero justa y generosa con mis hermanos, mis primos y yo, aunque siempre tuve la impresión de que nos miraba con la desconfianza de quien ya había sufrido desilusiones con sus propios y numerosos hijos. Tenía seguramente el duro aprendizaje de la vida, y se me ocurre ahora que quizás no sabía leer, a pesar de que todos los días la veía hojear el diario La Capital, de Rosario. Es posible que nunca haya ido a la escuela en aquellos tiempos fundacionales de la Argentina en los que la supervivencia pasaba más por el trabajo y el esfuerzo que por el estudio. Por fortuna, estuve cerca de ella muchas veces, aunque esporádicamente, pero con la continuidad de casi todos los veranos a lo largo de mi infancia, adolescencia y juventud. Murió a los 91 años, tuvo ocho hijos, sufriendo el inmenso dolor de perder a alguno de ellos por el camino, y enfrentando luego una larga viudez.
Siempre vestida de negro, como era costumbre entonces en tal condición, llevaba colgado en la cintura un enorme llavero, indisimulable signo que delataba su férrea conducción de todos los asuntos familiares de sus dos casas, la de invierno en Rosario, y la de verano en Carcarañá. Este pueblo de la Provincia de Santa Fe significó muchísimo para mis hermanos y yo, que allí íbamos a parar todos los años en las vacaciones, como he relatado en uno de mis cuentos más reales que imaginarios (2). Allí descubrimos que la felicidad estaba en las cercanías de la naturaleza y no en el inhóspito cemento de la gran ciudad de Buenos Aires. El olor del pasto mojado, el escalamiento clandestino del molino, el chapalear con botas por el barro, el canto de las “pirinchas”, el arrullo de las palomas, el correr detrás de las gallinas y defenderse de los embates del “chajá”, el ir a pescar mojarritas y ver a los “moncholos” apareándose a los saltos en el río, la emoción de atrapar ranas con la mano en los charcos del camino, el correr como el viento a caballo, muchas veces “en pelo” y acariciando el cuello sudado del animal, atar el Sulky o el Tilbury para ir “a dar la vuelta del perro” por la plaza del pueblo, son recuerdos que nos marcaron para siempre con su carga de sentimientos imborrables. También, según veo ahora, corríamos peligros en nuestra inconsciencia juvenil cuando andábamos con escopetas cargadas por el campo, o cruzábamos nadando y vestidos el siempre torrentoso río Carcarañá, sin medir riesgos aún en casos de “creciente”. También corrí serio peligro cuando niño pequeño aún, fui una vez a tomar agua de la canilla del pozo y un caramelo que tenía en la boca se fue para el otro lado; al parecer, unas buenas palmadas en mi espalda mientras la obscuridad me invadía, bastaron para volverme a la luz. Ya más grande, en oportunidad de un largo viaje de muchas leguas en caravana de carruajes y cabalgaduras, al ver que no estaba me encontraron en el medio del campo desvanecido en el suelo al lado del caballo y con un pie enganchado en el estribo. Afortunadamente, el animal no se espantó saliendo a correr, lo que hubiera sido fatal para mí.
Pero mi abuela, mi tía Hulda, la esforzada criada francesa acriollada Louise, “Lala” para todos nosotros, y “Pepa” la cocinera cuando menos, siempre estaban allí para asustarse, esperarnos, y sobre todo bañarnos cuando sucios y embarrados regresábamos de nuestras correrías por el ancho mundo de nuestra infancia. En la larga mesa familiar, a la hora de comer mi abuela dirigía la batuta. Le bastaba con la mirada y con el timbre de mesa con que avisaba que había que traer desde la cocina uno más de los sucesivos platos más o menos suculentos que había que comer obligatoriamente sin tantos remilgos y exigencias como tienen los pibes de hoy. La sopa era inevitable y de ingesta inflexible. También el “buen provecho” cuando nos autorizaban a levantarnos de la mesa.
Dos cosas recuerdo que me impresionaron. La primera que directamente me enfermó, con vómitos, fiebre (schock le diríamos hoy), fue asistir a la espantosa agonía de un “peludo” que se desangraba en el brocal del pozo y que sería seguramente uno de los platos del día siguiente. Nunca lo supe, por mi tremenda “descompostura” o “empacho” sangriento. La segunda fue ver –después sería habitual- por primera vez a mi abuela sentada con un canasto al lado, mientras asfixiaba a los pichones de paloma que le traía el quintero desde el palomar. Mientras conversaba displicentemente, les apretaba el “buche”, por no decir el “gañote” a uno por uno hasta matarlos, arrojándolos luego al canasto. Eran muchos, y ante ese espectáculo se hacía difícil al otro día comer el plato principal que era “arroz con pichones”, versión criolla de la “polenta con gli ucellini” (3) de los italianos.
Los domingos, todos los domingos sin fallar uno, mi abuela se vestía y emperifollaba concienzudamente con la gente que oficiaba de ayuda de cámara, nunca menos de dos, y sin dejar de lado el negro lucía sus mejore galas para “ir a Misa” de once y cumplir así con el mandato religioso de la cruz que tan eficazmente supo imponer la corona española en estas tierras. Ahí, no llevaba la escopeta…
Estos son algunos de los recuerdos, por lo visto grabados a fuego en nuestra mente, que están en el viejo arcón de los recuerdos, esperando que los evoquemos para revivirlos y “verlos como si hubiera sido ayer no más”.

(*) En la foto, mis hermanos y yo
(1) Carcarañá – Prov. De Santa Fe – Argentina
(2) ¿Te acordás, Tomás? Publicado en el libro Las letras en Latinoamérica y
España, Hoy. Ediciones SADE Córdoba, 2011.
(3) Polenta con pajaritos

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